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martes, 19 de enero de 2021

SINGULARIDAD DE LOS EVANGELIOS.- (D) (56)

SINGULARIDAD DE LOS EVANGELIOS.- (D) (56)

Los evangelios no sólo dicen la verdad sobre las víctimas injustamente condenadas, sino que saben que la dicen y que, al decirla, retoman la andadura del AT. Son conscientes del parentesco que tienen con la Biblia respecto al mecanismo victimario y toman prestadas de ella sus fórmulas más contundentes.

Los narradores de ciertos salmos, repito, están amenazados por la violencia colectiva. En el caso de Jesús, se trata de reconocer y denunciar un contagio mimético del mismo tipo del que en otro tiempo fue víctima el narrador de tal o cual salmo. Una vez convenido que en ambos casos se trata del mismo proceso, se entiende por qué los evangelios recurren constantemente a la Biblia.

Un ejemplo típico es la aplicación a Jesús crucificado de una frase muy simple: «[...] me odian sin causa» (Salmo 35,19). Aparentemente trivial, esta frase expresa sin embargo la naturaleza esencial de la hostilidad respecto a la víctima. Hostilidad sin causa, precisamente por ser fruto no tanto de motivos racionales -o siquiera de un sentimiento verdadero entre los individuos que la sienten- como de un contagio mimético. Mucho antes que Jesús, la víctima que nos habla en el salmo ha comprendido ya lo absurdo de ese odio. No hay que ver aquí una exageración, sino, al contrario, tomar al pie de la letra la expresión "sin causa".

Los narradores de los salmos comprenden que la masa los elige como víctimas por motivos ajenos no ya a la justicia sino a cualquier motivación racional. La masa carece de motivo alguno personal respecto a la víctima elegida por ella, que habría podido ser cualquier otro individuo. No tiene ningún motivo de queja, ni legítimo, ni ilegítimo. En una sociedad presa de la anarquía, las infortunadas víctimas sucumben a una voracidad persecutoria que puede saciarse más o menos con cualquiera. La culpabilidad o inocencia es algo que, en realidad, no preocupa a nadie.

Esas dos palabras, sin causa’, describen maravillosamente el comportamiento de las jaurías humanas. En los oficios de Semana Santa los salmos de execración desempeñan un papel importante. La liturgia nos hace releer esas quejas de los futuros linchados para comprender mejor los sufrimientos de Cristo, y nos muestra a justos enfrentados a una injusticia seguramente menor que la sufrida por Jesús -ese Jesús que amaba y perdonaba a sus perseguidores-, pero que no por ello deja de ser, para la experiencia humana, lo que más se aproxima a los sufrimientos de la Pasión.

Los exegetas modernos no comprenden la pertinencia del paralelo entre el salmo y la Pasión porque tampoco comprenden el fenómeno de la propia multitud en toda su violenta absurdidad. Al no ver en los salmos violencia real, no comprenden que el narrador del salmo y Jesús son realmente víctimas del mismo tipo de injusticia.

Los textos bíblicos que desmitifican los apasionamientos contagiosos y los todos contra uno miméticos "anuncian" o "prefiguran" realmente los sufrimientos de Cristo. Imposible simpatizar con esas víctimas sin hacerlo asimismo con Jesús, y viceversa: no se pueden subestimar los sufrimientos de los seres al parecer más insignificantes, como el mendigo de Éfeso, sin unirse en espíritu a los perseguidores de Jesús.

En eso consiste la esencia del profetismo específicamente judeocristiano: en la relación que establece con todas las persecuciones colectivas, cualesquiera que sean sus fechas en la historia humana, con independencia de las adscripciones étnicas, religiosas o culturales de las víctimas.

El desprecio moderno por la noción de profetismo, la idea de que se trata de un espejismo teológico superado por un "método científico" obligatoriamente superior al pensamiento que dicha noción estudia, constituye una superstición más temible aún que la antigua credulidad, por cuanto su arrogancia lo hace impermeable a cualquier comprensión. La falsa ciencia se muestra ciega a los ciclos miméticos en general y a su progresiva revelación de un extremo a otro de la Biblia, revelación que justifica la idea de "prefiguración" vetero-testamentaria y de "realización" cristológica.

Los profetas judíos proceden de la misma manera que los evangelios. Para combatir la ceguera que las multitudes muestran respecto a ellos, para defenderse del odio contagioso del que su demasiado perspicaz pesimismo los hace objetos, recurre a ejemplos de incomprensión y persecución de los que han sido víctimas otros profetas más antiguos. La liturgia tradicional bebe a fondo en esos textos, cuya sensibilidad frente a las injusticias colectivas es extremada, a diferencia de la que muestran los textos filosóficos, donde es muy escasa, y los textos míticos, donde es nula.

La idea de considerar "profética" cualquier relación que vincule los textos que denuncian las ilusiones persecutorias se basa en una intuición profunda de la continuidad entre la inspiración bíblica y la inspiración evangélica. Una idea que no tiene nada que ver con lo que normalmente se conoce como profetismo: simples pretensiones fantasiosas de adivinación semejantes a las que aparecen en la mayor parte de las sociedades.

Leyendo a Pascal, es de lamentar su concepción del profetismo como una especie de código mecánico, de adivinanza que sólo los cristianos pueden resolver porque sólo ellos tienen la clave que puede resolverla: los judíos no podrían comprender nada de sus propios textos, puesto que carecen de esa clave, que es la persona de Cristo. Gracias a la interpretación mimética cabe dar a la noción de profetismo un sentido positivo tanto para los judíos como para los cristianos, un sentido que no excluye a nadie, que no excluye, sobre todo, a los redactores de los textos más antiguos, movidos, sin duda, por la inspiración profética, puesto que defienden la inocencia de una víctima injustamente condenada. Para comprender el profetismo, al igual que todo lo que es esencial en el cristianismo, hay que relacionarlo con la caridad. Hay que verlo a la luz de la parábola de Mateo sobre el juicio final. "Os digo de verdad: todo lo que hicisteis [la caridad] a uno de estos mis hermanos, más pequeños, me lo hicisteis a mí" (25,40).

La revelación cristiana, en su más alto sentido, es siempre consciente de estar precedida por la revelación bíblica y de ser, fundamentalmente, de la misma naturaleza que ésta, de proceder del mismo tipo de intuición.

La revelación cristiana, en su más alto sentido, desea guiarse por sus mayores, enriquecerse con su saber y sus sabrosas fórmulas. Las citas veterotestamentarias que los evangelistas esparcen aquí y allá en sus relatos no son todas igualmente inspiradas. En ocasiones parecen, sobre todo, verbales, desprovistas de significación profunda, generadoras de correspondencias ficticias con la Biblia. Pero en ningún caso hay que condenar sin más ni más la Sagrada Escritura. Y si a veces nos dan ganas de hacerlo, desconfiemos. Quizá no estemos, entonces, a la altura de nuestra tarea.

René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.

 

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