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martes, 19 de enero de 2021

SINGULARIDAD DE LA BIBLIA.- (F) (51)

SINGULARIDAD DE LA BIBLIA.- (F) (51)

Lo que es verdad en el caso de José lo es también, de formas diversas, en el caso de los narradores de gran número de salmos. Unos textos, pienso que son los primeros en la historia de la humanidad en dar la palabra a víctimas típicas de la mitología, víctimas sitiadas por multitudes histéricas. Perseguidas por jaurías humanas que las insultan groseramente, les tienden trampas y las rodean para lincharlas.

Pero las víctimas no se callan. Al contrario, maldicen a voz en grito, con obstinación, a sus perseguidores. Su angustia se expresa con enérgica y pintoresca violencia, una violencia que tiene el don de escandalizar e irritar a multitudes más modernas que las de los salmos: las de los exegetas políticamente correctos. Nuestros innumerables profesionales de la compasión deploran la falta de cortesía respecto a los linchadores que los linchados muestran en los salmos. La única violencia capaz de escandalizar a esos enderezadores de entuertos es la violencia puramente verbal de las víctimas a punto de ser linchadas.

No parece, en cambio, que nuestros puritanos de la violencia reparen en la violencia real, física, de los verdugos, como si la consideraran inexistente o de nula importancia. Se les ha enseñado que sólo los textos son violentos. Y, por eso, se les escapa lo esencial. Están sumidos hasta las orejas en la ‘des-realización textual’, la cual impregna de tal manera nuestros modernos métodos que el "referente" -es decir, todo aquello de que tratan los salmos- queda suprimido, oculto, eliminado. Pero creo que esos críticos nuestros a los que consterna la "violencia de los salmos" se equivocan de cabo a rabo. Lo esencial se les escapa. No prestan ninguna atención a la única violencia que merece ser tomada en serio, justamente la que es objeto de queja por parte de los narradores. No sospechan siquiera la extraordinaria originalidad de los salmos, quizá los más antiguos textos de la historia de la humanidad, como ya he señalado, que procuran dar la palabra también a las víctimas en lugar de dárselas sólo a sus perseguidores.

Aunque esos salmos escenifiquen situaciones "míticas", como en la historia de José, nos hacen pensar en un hombre que tuviera la extravagante idea de llevar un abrigo de piel al revés, el cual, en lugar de desprender lujo, calma y voluptuosidad, mostrara la piel todavía sangrienta de animales desollados vivos. Ello pondría de manifiesto el precio de tanto esplendor: la muerte de seres vivos.

El libro de Job es un inmenso salmo. Y lo que lo hace único es el enfrentamiento entre dos concepciones de lo divino. La concepción pagana es la de esa multitud que durante mucho tiempo ha venerado a Job y, de pronto, por un inexplicable capricho mimético, se ha vuelto contra su ídolo. Una multitud que considera su hostilidad unánime, al igual que antes su idolatría, como una muestra de la propia voluntad de Dios, la prueba irrefutable de que Job es culpable y tiene que confesar su culpabilidad. La multitud se toma por Dios y, mediante esos tres "amigos" que le envía como delegados, se esfuerza, aterrorizándolo, en lograr que dé su asentimiento mimético al veredicto que lo condena, como en tantos procesos totalitarios del siglo XX, verdadero resurgimiento del paganismo unanimista.

Este supersalmo muestra de manera admirable que, en los cultos míticos, lo divino y la multitud se funden inseparablemente, y de ahí que la expresión primordial de culto sea el linchamiento sacrificial, el desplazamiento dionisíaco de la víctima.

Lo más importante en el Libro de Job no es el conformismo asesino de la multitud, sino la audacia final de ese héroe al que vemos titubear, vacilar y, por último, recuperarse y triunfar sobre el apasionamiento mimético, resistir a la contaminación, arrancar a Dios del proceso perseguidor para convertirlo en el Dios de las víctimas en lugar del Dios de los perseguidores. Tal es lo que Job hace cuando, al fin, dice: "Yo ya sé que mi vindicador vive" (19,25).

En estos textos no son ya los verdugos quienes tienen razón, como en los mitos, sino las víctimas. Las víctimas son inocentes y los culpables son los verdugos, culpables de perseguir a las víctimas inocentes.

La Biblia da así prueba, respecto a las violencias miméticas, de un escepticismo que nunca antes se había insinuado en un universo espiritual donde el carácter masivo, irresistible, de la ilusión mimética protegía a las sociedades arcaicas de todo saber que pudiera perturbarlas.

Sería inapropiado decir que la Biblia restablece’ una verdad traicionada por los mitos. Como también lo sería afirmar que esa verdad, antes de que la Biblia la formulara, estaba ya ahí, a disposición de los hombres. Nada de eso. Con anterioridad a la Biblia no había más que mitos. Nadie, antes de la Biblia, hubiera podido poner en duda la culpabilidad de las víctimas condenadas de modo unánime por sus comunidades.

La inversión de la relación de inocencia y culpabilidad entre víctimas y verdugos constituye la piedra angular de la inspiración bíblica. No es una de esas permutaciones binarias, tan simpáticas e insignificantes, con las que el estructuralismo se deleita: lo crudo y lo cocido, lo duro y lo blando, lo azucarado y lo salado. Lo que esa inversión plantea es una cuestión crucial, la cuestión de las relaciones humanas siempre perturbadas por el mimetismo emulativo

Una vez captada la crítica de los apasionamientos miméticos y sus consecuencias, presente de un extremo a otro de la Biblia, puede comprenderse lo que hay de profundamente bíblico en el principio talmúdico citado a menudo por Emmanuel Levinas: "Si todo el mundo está de acuerdo para condenar a un acusado, soltadlo, debe de ser inocente". La unanimidad en los grupos humanos rara vez es portadora de verdad. Lo más frecuente es que constituya un fenómeno mimético, tiránico. Semejante a las elecciones por unanimidad de los países totalitarios.

René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.

 

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