SINGULARIDAD
DE LA BIBLIA.- (F) (51)
Lo que es verdad en el caso de José lo es
también, de formas diversas, en el caso de los narradores de gran número de
salmos. Unos textos, pienso que son los primeros en la historia de la humanidad
en dar la palabra a víctimas típicas de la mitología, víctimas sitiadas por
multitudes histéricas. Perseguidas por jaurías humanas que las insultan
groseramente, les tienden trampas y las rodean para lincharlas.
Pero las víctimas no se callan. Al
contrario, maldicen a voz en grito, con obstinación, a sus perseguidores. Su
angustia se expresa con enérgica y pintoresca violencia, una violencia que
tiene el don de escandalizar e irritar a multitudes más modernas que las de los
salmos: las de los exegetas políticamente correctos. Nuestros innumerables
profesionales de la compasión deploran la falta de cortesía respecto a los
linchadores que los linchados muestran en los salmos. La única violencia
capaz de escandalizar a esos enderezadores de entuertos es la violencia
puramente verbal de las víctimas a punto de ser linchadas.
No parece, en cambio, que nuestros
puritanos de la violencia reparen en la violencia real, física, de los
verdugos, como si la consideraran inexistente o de nula importancia. Se les ha
enseñado que sólo los textos son violentos. Y, por eso, se les escapa lo
esencial. Están sumidos hasta las orejas en la ‘des-realización textual’,
la cual impregna de tal manera nuestros modernos métodos que el
"referente" -es decir, todo aquello de que tratan los salmos- queda
suprimido, oculto, eliminado. Pero creo que esos críticos nuestros a los que
consterna la "violencia de los salmos" se equivocan de cabo a rabo.
Lo esencial se les escapa. No prestan ninguna atención a la única violencia que
merece ser tomada en serio, justamente la que es objeto de queja por parte de
los narradores. No sospechan siquiera la extraordinaria originalidad de los
salmos, quizá los más antiguos textos de la historia de la humanidad, como ya
he señalado, que procuran dar la palabra también a las víctimas en lugar de
dárselas sólo a sus perseguidores.
Aunque esos salmos escenifiquen
situaciones "míticas", como en la historia de José, nos hacen pensar
en un hombre que tuviera la extravagante idea de llevar un abrigo de piel al
revés, el cual, en lugar de desprender lujo, calma y voluptuosidad, mostrara la
piel todavía sangrienta de animales desollados vivos. Ello pondría de
manifiesto el precio de tanto esplendor: la muerte de seres vivos.
El libro de Job es un inmenso salmo. Y lo
que lo hace único es el enfrentamiento entre dos concepciones de lo divino. La
concepción pagana es la de esa multitud que durante mucho tiempo ha venerado a
Job y, de pronto, por un inexplicable capricho mimético, se ha vuelto contra su
ídolo. Una multitud que considera su hostilidad unánime, al igual que antes su
idolatría, como una muestra de la propia voluntad de Dios, la prueba irrefutable
de que Job es culpable y tiene que confesar su culpabilidad. La multitud se
toma por Dios y, mediante esos tres "amigos" que le envía como
delegados, se esfuerza, aterrorizándolo, en lograr que dé su asentimiento
mimético al veredicto que lo condena, como en tantos procesos totalitarios del
siglo XX, verdadero resurgimiento del paganismo unanimista.
Este supersalmo muestra de manera
admirable que, en los cultos míticos, lo divino y la multitud se funden
inseparablemente, y de ahí que la expresión primordial de culto sea el
linchamiento sacrificial, el desplazamiento dionisíaco de la víctima.
Lo más importante en el Libro de Job no es
el conformismo asesino de la multitud, sino la audacia final de ese héroe al
que vemos titubear, vacilar y, por último, recuperarse y triunfar sobre el
apasionamiento mimético, resistir a la contaminación, arrancar a Dios del
proceso perseguidor para convertirlo en el Dios de las víctimas en lugar del
Dios de los perseguidores. Tal es lo que Job hace cuando, al fin, dice: "Yo
ya sé que mi vindicador vive" (19,25).
En estos textos no son ya los verdugos
quienes tienen razón, como en los mitos, sino las víctimas. Las víctimas son
inocentes y los culpables son los verdugos, culpables de perseguir a las
víctimas inocentes.
La Biblia da así prueba, respecto a las
violencias miméticas, de un escepticismo que nunca antes se había insinuado en
un universo espiritual donde el carácter masivo, irresistible, de la ilusión
mimética protegía a las sociedades arcaicas de todo saber que pudiera perturbarlas.
Sería inapropiado decir que la Biblia ‘restablece’ una verdad traicionada por
los mitos. Como también lo sería afirmar que esa verdad, antes de que la Biblia
la formulara, estaba ya ahí, a disposición de los hombres. Nada de eso. Con
anterioridad a la Biblia no había más que mitos. Nadie, antes de la Biblia,
hubiera podido poner en duda la culpabilidad de las víctimas condenadas de modo
unánime por sus comunidades.
La inversión de la relación de inocencia y
culpabilidad entre víctimas y verdugos constituye la piedra angular de la
inspiración bíblica. No es una de esas permutaciones binarias, tan simpáticas e
insignificantes, con las que el estructuralismo se deleita: lo crudo y lo
cocido, lo duro y lo blando, lo azucarado y lo salado. Lo que esa inversión
plantea es una cuestión crucial, la cuestión de las relaciones humanas siempre
perturbadas por el mimetismo emulativo
Una vez captada la crítica de los
apasionamientos miméticos y sus consecuencias, presente de un extremo a otro de
la Biblia, puede comprenderse lo que hay de profundamente bíblico en el principio
talmúdico citado a menudo por Emmanuel Levinas: "Si todo el mundo está de acuerdo para condenar a un acusado,
soltadlo, debe de ser inocente". La unanimidad en los grupos
humanos rara vez es portadora de verdad. Lo más frecuente es que constituya un
fenómeno mimético, tiránico. Semejante a las elecciones por unanimidad de los
países totalitarios.
René Girard, Veo a Satán caer como el
relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.
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