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miércoles, 20 de enero de 2021

SATÁN.- (C) (23)

SATÁN.- (C) (23)

Todo esto puede entenderse como una antropología del deseo mimético, de las crisis de él resultantes y de los fenómenos de masas que ponen fin a esas crisis e inician un nuevo ciclo mimético. Antropología que encontramos de nuevo en el evangelio de Juan, donde, como más arriba he señalado, Satán es sustituido por el Diablo.

En uno de los discursos que atribuye a Jesús, Juan intercala una pequeña disertación de una quincena de versículos en la que volvemos a encontrar todo lo que habíamos analizado en los evangelios sinópticos, pero de manera tan elíptica y abreviada que suscita aún más incomprensión que las propuestas de esos evangelios. Con todo, a pesar de las diferencias de vocabulario, que le dan un aspecto más duro, la doctrina de Juan es la misma que la de los sinópticos.

El texto de Juan es a menudo condenado por nuestros contemporáneos, que lo consideran supersticioso y vindicativo. Define una vez más, sin miramientos, desde luego, pero sin hostilidad, las consecuencias para los hombres del mimetismo conflictivo.

En su exposición, Jesús dialoga con gentes que se consideran todavía discípulos suyos, pero que no tardarán en abandonarlo en vista de que no entienden su enseñanza. En definitiva, y un poco como les ocurre a algunos de nuestros contemporáneos, los primeros oyentes de Jesús están ya escandalizados:

«Si Dios fuera vuestro padre, me amaríais a mí, pues yo salí y he venido de Dios, pues no he venido por mi cuenta, sino que él me envió. ¿Por qué no reconocéis mi lenguaje? Porque no podéis aceptar mi doctrina. Vosotros sois hijos de vuestro padre, que es el Diablo, y queréis hacer los deseos de vuestro padre. Él era homicida desde el principio y no se mantuvo en la verdad, porque no existe verdad en él. Siempre que profiere la mentira comunica lo propio suyo, porque es mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8, 42-44).

A quienes se definen como sus discípulos, Jesús les asegura que su padre no es ni Abrahán ni Dios, como ellos afirman, sino el Diablo. La razón de este juicio es clara. Si esas gentes tienen al Diablo como padre, es porque quieren cumplir sus deseos, y no los de Dios. Toman al Diablo como modelo’ de sus deseos.

El deseo del que habla Jesús se basa, pues, bien en la imitación del Diablo, bien en la imitación de Dios. Se trata aquí, sin duda, del deseo mimético, en el sentido que antes le hemos dado. La noción de Padre se confunde, una vez más, con ese modelo indispensable para el deseo humano, que a falta de un objeto propio, no puede prescindir de él.

Dios y Satán son los dos "archimodelos" cuya oposición corresponde a la ya descrita antes: oposición entre los modelos que nunca se convierten para sus discípulos en obstáculos ni rivales -puesto que tales discípulos no desean nada de manera ávida y competitiva- y los modelos cuya avidez repercute de manera inmediata en sus imitadores y los transforma en obstáculos diabólicos. Así pues, los primeros versículos de nuestro texto constituyen una definición explícitamente mimética del deseo y las opciones que de él resultan para la humanidad.

Si los modelos que los hombres eligen no los orientan, a través de Cristo, en la buena dirección, la no conflictiva, a más o menos largo plazo quedan expuestos a la indiferenciación violenta y al mecanismo de la víctima única. Tal es lo que el Diablo representa en el texto de Juan. Los hijos del Diablo son los seres que se dejan prender en el círculo del deseo de rivalidad y que, sin saberlo, se convierten en juguetes de esa violencia mimética. Como todas las víctimas de ese proceso, "no saben lo que están haciendo" (Lc 23,34).

Si no imitamos a Jesús nuestros modelos se convierten para nosotros en esos obstáculos vivos en que nosotros nos convertimos para ellos. Descendemos juntos la espiral infernal que lleva a las crisis miméticas generalizadas y, así, al todos contra uno mimético. Una consecuencia inexorable que explica lo que inmediatamente viene a continuación, la repentina alusión al asesinato colectivo:

"Él [el Diablo] era homicida desde el principio".

Si el lector no capta el ciclo mimético, tampoco comprenderá el sentido de esas palabras. Le parecerá que entre esa frase y las anteriores se produce una ruptura arbitraria, inexplicable. Cuando, en realidad, la sucesión temática es perfectamente lógica: corresponde a las etapas del ciclo mimético.

Si Juan atribuye el todos contra uno mimético al Diablo, es porque le imputa ya el deseo responsable de los escándalos. También podría atribuírselo a los hombres, y, a veces, lo hace.

El texto de Juan constituye una nueva definición, ultrarrápida, pero completa, del ciclo mimético. En nosotros y a nuestro alrededor proliferan los escándalos y, más tarde o más temprano, nos arrastran al apasionamiento mimético y al mecanismo victimario. Hacen de nosotros, sin que lo sepamos, cómplices de asesinatos unánimes, y tanto más nos engaña el Diablo cuanto menos advertimos nuestra complicidad. Y es que esa complicidad no tiene conciencia de sí misma. Nos creemos virtuosamente ajenos a toda violencia.

De cuando en cuando, los hombres llegan hasta el fin en el cumplimiento de los deseos de su padre y recaen en el todos contra uno mimético. En el momento en que Jesús pronuncia las palabras que hemos comentado, el mecanismo que en otro tiempo movilizó a los cainitas contra Abel y, desde entonces, en millares de ocasiones, a las masas contra sus víctimas, está a punto de reproducirse contra él.

Inmediatamente después de esas declaraciones fundamentales, el citado texto afirma que el Diablo "no se mantuvo en la verdad". Lo que lo convierte en nuestro príncipe o nuestro "padre" es la falsa acusación, la injusta condena de una víctima inocente. Acusación y condena que no se basan en nada real, en nada objetivo, pero que no por ello dejan de lograr, en virtud del contagio violento, un crédito unánime. En la Biblia el sentido primero de Satán, recordémoslo, es el sentido del Libro de Job, el de acusador público, el de fiscal de un tribunal.

El Diablo tiene forzosamente que mentir, puesto que si los perseguidores descubrieran la verdad, es decir, la inocencia de su víctima, no podrían ya descargarse a sus expensas de la violencia que se ha apoderado de ellos. El mecanismo victimario sólo puede funcionar gracias a la ignorancia de quienes hacen que funcione. Se creen poseedores de la verdad, cuando, realmente, son presas de la mentira.

La "condición propia" del Diablo, aquella de la que extrae sus mentiras, es el mimetismo violento, algo que no tiene nada de sustancial. En efecto, el Diablo no tiene una naturaleza estable, carece absolutamente de ‘ser’. Para darse una apariencia de ser necesita parasitar a las criaturas de Dios. Es todo él mimético, lo que es tanto como decir inexistente.

El Diablo es el padre de la mentira o, en ciertos manuscritos, el padre de los "mentirosos", puesto que sus violencias tramposas repercuten de generación en generación en las culturas humanas, tributarias así todas ellas de algún asesinato fundador o de los ritos que lo reproducen.

El texto de Juan escandaliza a quienes no son capaces de captar la alternativa que supone, como no la captaban tampoco los primeros interlocutores de Jesús. Y mucha gente que cree ser fiel a Jesús no deja, sin embargo, de dirigir a los evangelios superficiales amonestaciones, mostrando de esta forma que siguen sometidos a las rivalidades miméticas y sus violentas pujas. Cuando no se comprende el carácter inevitable de la elección entre esos dos archimodelos, Dios y el Diablo, se ha elegido ya este último, el mimetismo conflictivo.

Las virtuosas indignaciones modernas frente al Evangelio de Juan carecen de sentido. Jesús dice la verdad a sus interlocutores: han elegido el deseo emulativo y, a largo plazo, las consecuencias serán desastrosas. El hecho de que Jesús se dirija a judíos es mucho menos importante de lo que se imaginan quienes sólo tienen una idea en la cabeza: convencer del antisemitismo de los evangelios. La paternidad diabólica, en el sentido que le da Jesús, no puede ser patrimonio de un pueblo determinado.

Tras definir miméticamente el deseo, el texto de Juan nos da una definición fulgurante de sus consecuencias: ‘el asesinato satánico’. La impresión de maldad que produce este texto es producto de la incomprensión de su contenido, que nos hace imaginar una serie de insultos gratuitos. Es un efecto de nuestra ignorancia, a menudo entreverada de hostilidad preconcebida respecto al mensaje evangélico. Es una proyección de nuestro propio resentimiento contra el cristianismo. Más allá de los interlocutores inmediatos de Jesús, que, inevitablemente, son judíos, el destinatario de su mensaje, como siempre en los evangelios, es ‘la humanidad entera’.

(René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.)

 

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