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martes, 19 de enero de 2021

EL TRIUNFO DE LA CRUZ.- (A) (60)

XI.- EL TRIUNFO DE LA CRUZ

EL TRIUNFO DE LA CRUZ.- (A) (60)       

En el orden antropológico, defino la revelación como la verdadera representación’ de lo que nunca había sido representado hasta el final, o lo había sido falsamente, el todos contra uno mimético, el mecanismo victimario, precedido de su antecedente, los escándalos "interindividuales".

Un mecanismo que en los mitos aparece siempre falsificado en detrimento de las víctimas y en beneficio de los perseguidores. En la Biblia la verdad es a menudo sugerida, evocada e incluso representada, pero sólo en parte, nunca de forma completa y perfecta. Tomados en su totalidad, los evangelios constituyen’ muy literalmente esta representación.

Una vez comprendido esto, un texto de la Epístola a los Colosenses que en principio parece oscuro, resulta luminoso: 

«[Cristo] cancelando el documento desfavorable para nosotros por sus prescripciones, lo quitó de en medio clavándolo en la Cruz; por ella, después de despojar a los principados y las potestades, los exhibió públicamente, llevándolos en el cortejo triunfal» (Col 2,14-15).

El documento desfavorable para los hombres es la acusación contra la víctima inocente en los mitos. Hacer responsables a los principados y potestades es lo mismo que culpar a Satán de su papel de acusador público’, como ya he dicho.

Antes de Cristo la acusación satánica resultaba siempre victoriosa gracias al contagio violento que encerraba a los hombres en los sistemas mítico-rituales. La crucifixión reduce la mitología a la impotencia al revelar ese contagio que, por su gran eficacia en los mitos, impide siempre a las comunidades descubrir la verdad, es decir, la inocencia de sus víctimas.

Una acusación que calmaba temporalmente la violencia de los hombres, pero que "se volvía" contra ellos porque los esclavizaba a Satán, o, dicho de otra forma, a los principados y potestades con sus dioses mentirosos y sus sangrientos sacrificios.

Al hacer manifiesta su inocencia en los relatos de la Pasión, Jesús ha "anulado" esta deuda, la ha "suprimido". Es él quien clava entonces esa acusación en la Cruz, o, dicho con otras palabras, quien revela su falsedad. Mientras que, habitualmente, es la acusación lo que clava a la víctima en la Cruz, en este caso, al contrario, la clavada es la propia acusación, en alguna medida exhibida y públicamente expuesta como mentirosa. La Cruz hace triunfar la verdad, puesto que, en los relatos evangélicos, se revela la falsedad de la acusación, se revela la impostura de Satán, lo que es lo mismo que decir la impostura de los principados y potestades, para siempre desacreditada en la estela de la crucifixión. Se rehabilita así a todas las víctimas del mismo tipo.

Satán hacía de los humanos, al mismo tiempo que cómplices de sus crímenes, sus servidores y deudores. Al poner de manifiesto el carácter mentiroso del juego satánico, la Cruz expone, sin duda, a los hombres a un superávit temporal de violencia, pero libera más fundamentalmente a la humanidad de una servidumbre que dura desde el inicio de la historia humana.

No sólo es la acusación lo clavado en la Cruz y públicamente expuesto: principados y potestades son asimismo exhibidos ante el mundo e incorporados al cortejo triunfal de Cristo crucificado y así, en alguna medida, crucificados a su vez. Metáforas que no tienen nada de fantasiosas ni de improvisadas, sino que resultan, al contrario, de extraordinaria exactitud, por cuanto lo revelado y el revelador se hacen uno y lo mismo: en ambos casos es ese todos contra uno cuya verdadera naturaleza, mimética, queda oculta en el caso de Satán y las potestades y revelada en la crucifixión de Cristo, en los relatos verídicos de la Pasión.

La Cruz y el origen satánico de las falsas religiones y las potestades no constituyen más que un único fenómeno, revelado en un caso, oculto en otro. De ahí que Dante, en el fondo de su Infierno’, represente a Satán clavado sobre la cruz.

Desde el momento mismo en que el mecanismo victimario es correctamente prendido, o, más bien, clavado en la Cruz, su carácter irrisorio, insignificante, sale a la luz del día y todo lo que sobre él descansa en el mundo pierde gradualmente su prestigio, se debilita y acaba por desaparecer.

La metáfora principal es la del triunfo’ en el sentido romano, es decir, la recompensa que Roma concede a sus generales victoriosos. De pie en su carro el triunfador entraba solemnemente en la Ciudad bajo las aclamaciones de la multitud. En su cortejo figuraban los jefes enemigos encadenados. Antes de ser ejecutados, se los exhibía como bestias feroces reducidas a la impotencia. Vercingétorix desempeña ese papel en el triunfo de César.

El general victorioso es aquí Cristo, y su victoria es la Cruz. Aquello sobre lo que el cristianismo triunfa es la organización pagana del mundo. Los jefes enemigos encadenados tras su vencedor son los principados y potestades. El auto compara los efectos irresistibles de la Cruz con los de la fuerza militar aún omnipotente cuando escribía: el ejército romano.

De todas las ideas cristianas, ninguna en nuestros días suscita más sarcasmos que la que tan abiertamente se expresa en nuestro texto, la idea de un triunfo de la Cruz’. A los cristianos virtuosamente progresistas les resulta tan arrogante como absurda. Para definir la actitud que rechazan han puesto de moda el término "triunfalismo". Si existe en alguna parte un documento original de triunfalismo, es el texto que estoy comentando. Parece expresamente escrito para expresar la indignación de los modernistas, siempre deseosos de recordar a la Iglesia su deber de humildad.

Pero hay en esta triunfante metáfora una paradoja demasiado evidente para no ser deliberada, para no ser efecto de una intención irónica. Nada más alejado de aquello de lo que verdaderamente habla la Epístola que la victoria militar. La victoria de Cristo no tiene nada que ver con la de un general victorioso: en lugar de infligir su violencia a los demás, Cristo la sufre. Lo que debemos retener en la noción del triunfo no es el aspecto militar, sino la idea de un espectáculo brindado a todos los hombres, la exhibición pública de lo que el enemigo habría ocultado para protegerse, para perseverar en su ser, ese ser que la cruz le hurta.

Lejos de ser conseguido de forma violenta, el triunfo de la Cruz es fruto de una renuncia tan total a la violencia, que esta puede desencadenarse cuando quiera sobre Cristo sin sospechar siquiera que, al hacerlo, pone de manifiesto aquello que tanto cuidado pone en ocultar, sin sospechar que el propio desencadenamiento va a volverse en este caso contra ella, puesto que será consignado y representado muy exactamente en los relatos de la Pasión.

Si no se entiende el papel del contagio mimético en la vida de las sociedades, la idea de que los principados y las potestades sean exhibidos y despojados por la Cruz resulta una absurdidad, una pura y simple inversión de la verdad.

En principio, lo que se produce con la crucifixión es todo lo contrario: son los principados y las potestades los que clavan a Cristo en la Cruz y le despojan de todo sin que de ello se derive el menor daño para ellos.

Así pues, el texto que comentamos contradice insolentemente todo lo que cierto sentido común considera la dura y triste verdad que hay tras la Pasión. Las potestades, lejos de ser invisibles, son, al contrario, clamorosas presencias. Están en primera fila. No dejan de pavonearse, de mostrar públicamente su poder y su lujo. No hay necesidad de que se las exhiba, ya se exhiben ellas permanentemente.

Para los exegetas presuntamente científicos, la idea de la Cruz resulta tan absurda que suelen considerarla una inversión completa de sentido, una de esas inversiones propias de los desesperados en su intento de someter lo real cuando su mundo se hunde y no pueden ya afrontar la verdad... Lo que los psiquiatras llaman un "fenómeno de compensación". Los seres devastados por una terrible catástrofe, privados de cualquier esperanza concreta, trastocan todos los signos que los informan sobre lo real: de todos los "menos" hacen "más" y de todos los "más", "menos". Eso es lo que les ocurrió a los discípulos de Jesús después de la crucifixión, eso es lo que los creyentes llaman la Resurrección.

La precisión y sobriedad de los relatos de la crucifixión, su unidad también, más clara que la del resto de los evangelios, no dan, en absoluto, la impresión de reflejar este tipo de catástrofe psíquica, ese tipo de ruptura con lo real imaginada por los referidos críticos.

René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.

 

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