XI.-
EL TRIUNFO DE LA CRUZ
EL
TRIUNFO DE LA CRUZ.- (A) (60)
En el orden antropológico,
defino la revelación como la verdadera ‘representación’ de lo que nunca había sido representado hasta el
final, o lo había sido falsamente, el todos contra uno mimético, el mecanismo
victimario, precedido de su antecedente, los escándalos
"interindividuales".
Un mecanismo que en los mitos aparece
siempre falsificado en detrimento de las víctimas y en beneficio de los
perseguidores. En la Biblia la verdad es a menudo sugerida, evocada e incluso
representada, pero sólo en parte, nunca de forma completa y perfecta. Tomados
en su totalidad, los evangelios ‘constituyen’
muy literalmente esta representación.
Una vez comprendido esto, un texto de la Epístola a los Colosenses que en principio parece oscuro, resulta luminoso:
«[Cristo] cancelando el documento desfavorable para nosotros por sus prescripciones, lo quitó de en medio clavándolo en la Cruz; por ella, después de despojar a los principados y las potestades, los exhibió públicamente, llevándolos en el cortejo triunfal» (Col 2,14-15).
El documento desfavorable para los hombres
es la acusación contra la víctima inocente en los mitos. Hacer responsables a
los principados y potestades es lo mismo que culpar a Satán de su papel de ‘acusador público’, como ya he dicho.
Antes de Cristo la acusación satánica
resultaba siempre victoriosa gracias al contagio violento que encerraba a los
hombres en los sistemas mítico-rituales. La crucifixión reduce la mitología a
la impotencia al revelar ese contagio que, por su gran eficacia en los mitos,
impide siempre a las comunidades descubrir la verdad, es decir, la inocencia de
sus víctimas.
Una acusación que calmaba temporalmente la
violencia de los hombres, pero que "se volvía" contra ellos porque
los esclavizaba a Satán, o, dicho de otra forma, a los principados y potestades
con sus dioses mentirosos y sus sangrientos sacrificios.
Al hacer manifiesta su inocencia en los
relatos de la Pasión, Jesús ha "anulado" esta deuda, la ha
"suprimido". Es él quien clava entonces esa acusación en la Cruz, o,
dicho con otras palabras, quien revela su falsedad. Mientras que,
habitualmente, es la acusación lo que clava a la víctima en la Cruz, en este
caso, al contrario, la clavada es la propia acusación, en alguna medida
exhibida y públicamente expuesta como mentirosa. La Cruz hace triunfar la
verdad, puesto que, en los relatos evangélicos, se revela la falsedad de la
acusación, se revela la impostura de Satán, lo que es lo mismo que decir la
impostura de los principados y potestades, para siempre desacreditada en la
estela de la crucifixión. Se rehabilita así a todas las víctimas del mismo
tipo.
Satán hacía de los humanos, al mismo
tiempo que cómplices de sus crímenes, sus servidores y deudores. Al poner de
manifiesto el carácter mentiroso del juego satánico, la Cruz expone, sin duda,
a los hombres a un superávit temporal de violencia, pero libera más fundamentalmente
a la humanidad de una servidumbre que dura desde el inicio de la historia
humana.
No sólo es la acusación lo clavado en la
Cruz y públicamente expuesto: principados y potestades son asimismo exhibidos
ante el mundo e incorporados al cortejo triunfal de Cristo crucificado y así,
en alguna medida, crucificados a su vez. Metáforas que no tienen nada de
fantasiosas ni de improvisadas, sino que resultan, al contrario, de
extraordinaria exactitud, por cuanto lo revelado y el revelador se hacen uno y lo
mismo: en ambos casos es ese todos contra uno cuya verdadera naturaleza,
mimética, queda oculta en el caso de Satán y las potestades y revelada en la
crucifixión de Cristo, en los relatos verídicos de la Pasión.
La Cruz y el origen satánico de las falsas
religiones y las potestades no constituyen más que un único fenómeno, revelado
en un caso, oculto en otro. De ahí que Dante, en el fondo de su ‘Infierno’, represente a Satán clavado
sobre la cruz.
Desde el momento mismo en que el mecanismo
victimario es correctamente prendido, o, más bien, clavado en la Cruz, su
carácter irrisorio, insignificante, sale a la luz del día y todo lo que sobre
él descansa en el mundo pierde gradualmente su prestigio, se debilita y acaba
por desaparecer.
La metáfora principal es la del ‘triunfo’ en el sentido romano, es decir,
la recompensa que Roma concede a sus generales victoriosos. De pie en su carro
el triunfador entraba solemnemente en la Ciudad bajo las aclamaciones de la
multitud. En su cortejo figuraban los jefes enemigos encadenados. Antes de ser
ejecutados, se los exhibía como bestias feroces reducidas a la impotencia.
Vercingétorix desempeña ese papel en el triunfo de César.
El general victorioso es aquí Cristo, y su
victoria es la Cruz. Aquello sobre lo que el cristianismo triunfa es la
organización pagana del mundo. Los jefes enemigos encadenados tras su vencedor
son los principados y potestades. El auto compara los efectos irresistibles de
la Cruz con los de la fuerza militar aún omnipotente cuando escribía: el
ejército romano.
De todas las ideas cristianas, ninguna en
nuestros días suscita más sarcasmos que la que tan abiertamente se expresa en
nuestro texto, la idea de un ‘triunfo
de la Cruz’. A los cristianos virtuosamente progresistas les resulta tan
arrogante como absurda. Para definir la actitud que rechazan han puesto de moda
el término "triunfalismo". Si existe en alguna parte un documento
original de triunfalismo, es el texto que estoy comentando. Parece expresamente
escrito para expresar la indignación de los modernistas, siempre deseosos de
recordar a la Iglesia su deber de humildad.
Pero hay en esta triunfante metáfora una
paradoja demasiado evidente para no ser deliberada, para no ser efecto de una
intención irónica. Nada más alejado de aquello de lo que verdaderamente habla
la Epístola que la victoria militar. La victoria de Cristo no tiene nada que
ver con la de un general victorioso: en lugar de infligir su violencia a
los demás, Cristo la sufre. Lo que debemos retener en la noción del
triunfo no es el aspecto militar, sino la idea de un espectáculo brindado a
todos los hombres, la exhibición pública de lo que el enemigo habría ocultado
para protegerse, para perseverar en su ser, ese ser que la cruz le hurta.
Lejos de ser conseguido de forma violenta,
el triunfo de la Cruz es fruto de una renuncia tan total a la violencia, que
esta puede desencadenarse cuando quiera sobre Cristo sin sospechar siquiera
que, al hacerlo, pone de manifiesto aquello que tanto cuidado pone en ocultar,
sin sospechar que el propio desencadenamiento va a volverse en este caso contra
ella, puesto que será consignado y representado muy exactamente en los relatos
de la Pasión.
Si no se entiende el papel del contagio
mimético en la vida de las sociedades, la idea de que los principados y las
potestades sean exhibidos y despojados por la Cruz resulta una absurdidad, una
pura y simple inversión de la verdad.
En principio, lo que se produce con la crucifixión es todo lo
contrario: son los principados y las potestades los que clavan a Cristo en
la Cruz y le despojan de todo sin que de ello se derive el menor daño para
ellos.
Así pues, el texto que comentamos
contradice insolentemente todo lo que cierto sentido común considera la dura y
triste verdad que hay tras la Pasión. Las potestades, lejos de ser invisibles,
son, al contrario, clamorosas presencias. Están en primera fila. No dejan de
pavonearse, de mostrar públicamente su poder y su lujo. No hay necesidad de que
se las exhiba, ya se exhiben ellas permanentemente.
Para los exegetas presuntamente
científicos, la idea de la Cruz resulta tan absurda que suelen considerarla una
inversión completa de sentido, una de esas inversiones propias de los
desesperados en su intento de someter lo real cuando su mundo se hunde y no
pueden ya afrontar la verdad... Lo que los psiquiatras llaman un "fenómeno
de compensación". Los seres devastados por una terrible catástrofe,
privados de cualquier esperanza concreta, trastocan todos los signos que los informan
sobre lo real: de todos los "menos" hacen "más" y de todos
los "más", "menos". Eso es lo que les ocurrió a los
discípulos de Jesús después de la crucifixión, eso es lo que los creyentes
llaman la Resurrección.
La precisión y sobriedad de los relatos de
la crucifixión, su unidad también, más clara que la del resto de los
evangelios, no dan, en absoluto, la impresión de reflejar este tipo de
catástrofe psíquica, ese tipo de ruptura con lo real imaginada por los
referidos críticos.
René Girard, Veo a Satán caer como el
relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.
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