ES
PRECISO QUE LLEGUE EL ESCÁNDALO.- (H) (12)
A
menudo creemos imitar al verdadero Dios y, en realidad, sólo imitamos a lo
falsos modelos de autonomía e invulnerabilidad. Y, en lugar de hacernos
autónomos e invulnerables, nos entregamos, por el contrario, a las rivalidades,
de imposible expiación. Lo que para nosotros diviniza a esos modelos es su
triunfo en rivalidades miméticas cuya violencia nos oculta su insignificancia.
Lejos
de surgir en un universo exento de imitación, el mandamiento de imitar a Jesús
se dirige a seres penetrados de mimetismo. Los no cristianos se imaginan que,
para convertirse, tendrían que renunciar a una autonomía que todos los hombres
poseen de manera natural, una autonomía de la que Jesús quisiera privarlos. En
realidad, en cuanto empezamos a imitar a Jesús, descubrimos que, desde siempre,
hemos sido imitadores. Nuestra aspiración a la autonomía nos ha llevado a
arrodillarnos ante seres que, incluso si no son peores que nosotros, no por eso
dejan de ser malos modelos puesto que no podemos imitarlos sin caer con ellos
en la trampa de las rivalidades inextricables.
Al
imitar a nuestros modelos de poder y prestigio, a la autonomía, esa autonomía
que siempre creemos que por fin vamos a conquistar, no es más que un reflejo de
las ilusiones proyectadas por la admiración que nos inspiran tanto menos
consciente de su mimetismo cuanto más mimética es. Cuanto más
"orgullosos" y "egoístas" somos, más sojuzgados estamos por
los modelos que nos aplastan.
Aunque
el gran responsable de las violencias que nos abruman sea el mimetismo del
deseo humano, no hay que deducir de ello que el deseo mimético es en sí mismo
malo. Si nuestros deseos no fueran miméticos, estarían fijados para siempre en
objetos predeterminados, constituirían una forma particular del instinto. Como
vacas en un prado, los hombres no podrían cambiar de deseo nunca. Sin deseo
mimético, no puede haber humanidad. El deseo mimético es, intrínsecamente,
bueno.
El
hombre es una criatura que ha perdido parte de su instinto animal a cambio de
obtener eso que se llama deseo. Saciadas sus necesidades naturales, los hombres
desean intensamente, pero sin saber con certeza qué, pues carecen de un
instinto que los guíe. No tienen deseo propio. Lo propio del deseo es que no
sea propio. Para desear verdaderamente, tenemos que recurrir a los hombres que
nos rodean, tenemos que recibir prestados sus deseos.
Un
préstamo éste que suele hacerse sin que ni el prestamista ni el prestatario se
den cuenta de ello. No es sólo el deseo de lo que uno recibe de aquellos a quienes
ha tomado como modelos, sino multitud de comportamientos, actitudes, saberes,
prejuicios, preferencias etcétera, en el seno de los cuales el préstamo de
mayores consecuencias, el deseo, pasa a menudo inadvertido.
La
única cultura verdaderamente nuestra no es aquella en la que hemos nacido, sino
aquella cuyos modelos imitamos a esa edad en la que tenemos una capacidad de
asimilación mimética máxima. Si su deseo no fuera mimético, si los niños no
eligieran como modelo, por fuerza, a los seres humanos que los rodean, la
humanidad no tendría lenguaje ni cultura. Si el deseo no fuera mimético, no
estaríamos abiertos ni a lo humano ni a lo divino. De ahí que, necesariamente,
sea en este último ámbito donde nuestra incertidumbre es mayor y más intensa
nuestra necesidad de modelos.
El
deseo mimético nos hace escapar de la animalidad. Es responsable de lo mejor y
de lo peor que tenemos, de lo que nos sitúa por debajo de los animales tanto
como de lo que nos eleva por encima de ellos. Nuestras interminables discordias
son el precio de nuestra libertad.
(René
Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.)
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