Tercera
Parte
EL TRIUNFO DE LA CRUZ
IX.-
SINGULARIDAD DE LA BIBLIA
SINGULARIDAD
DE LA BIBLIA.- (A) (46)
En nuestros días los críticos de los
evangelios no intentan ya demostrar que éstos y los mitos son análogos,
idénticos e intercambiables. Lejos de molestarlos, las diferencias los colman
de felicidad, e incluso no ven otra cosa que ellas. Lo que suprimen, al
contrario, son las analogías.
Si no hay más que diferencias entre las
religiones, éstas no son otra cosa que una sola y vasta masa indiferenciada. No
cabe calificarlas ya de verdaderas o falsas, de la misma manera que no se puede
calificar de verdadero o falso un relato de Flaubert o de Maupassant. Son dos
obras de ficción, y considerar a una más verídica que a otra sería absurdo.
Esta doctrina seduce al mundo
contemporáneo. Las diferencias son en nuestro tiempo objeto de una veneración
más aparente que real. Parece que se las tome muy en serio cuando, en realidad,
no se les concede la menor importancia. Las religiones, todas las religiones,
son consideradas puramente míticas, aunque cada una a su manera, lo cual por
supuesto, es inimitable. Cada cual es libre de comprar lo que le guste en el
supermercado de lo religioso. Sobre gustos no hay nada escrito.
Los viejos etnólogos anticristianos
pensaban de otra forma. Al igual que los cristianos, creían en una verdad
absoluta. Para demostrar la vacuidad de los evangelios, intentaban mostrar,
como sabemos, que éstos se parecían demasiado a los mitos para no ser también
míticos.
Y como yo, por lo tanto, intentaban
definir lo que hubiera de común en lo mítico y lo evangélico. Algo que pensaban
que sería tan considerable que entre mitos y evangelios no podría ya colarse,
por así decirlo, ninguna diferencia importante. De este modo intentaban
demostrar el carácter mítico de los evangelios.
Esos laboriosos investigadores no llegaron
a descubrir nunca lo que buscaban; sin embargo, en mi opinión, tenían razón al
obstinarse en esa búsqueda. Sabemos que mitos y evangelios comparten rasgos
comunes: el ciclo mimético o "satánico", por ejemplo, o la secuencia
tripartita: ‘crisis primero, violencia colectiva a continuación y, por
último, la epifanía religiosa’.
Paradójicamente, lo que impedía a los
viejos etnólogos descubrir ‘todas’
las similitudes entre los evangelios y los mitos era, ni más ni menos, su
anticristianismo. Por miedo, sin duda, a verse atrapados de nuevo por los
evangelios, se mantenían a distancia de ellos. Les habría parecido deshonroso
utilizarlos en los tres primeros capítulos de esta obra.
Los evangelios son más transparentes que
los mitos, y difunden esa transparencia a su alrededor por su explicitación del
mimetismo, primero conflictivo, luego reconciliador. Al revelar el proceso
mimético, traspasan la opacidad de los mitos. Pero, por el contrario,
basándonos en los mitos nada aprenderemos sobre los evangelios.
Tras haber descubierto, gracias a los
evangelios, el ciclo mimético, lo encontramos de nuevo sin esfuerzo, primero en
la lapidación de Apolonio, y a continuación en todos los cultos
mítico-rituales. Sabemos ahora que las culturas arcaicas consisten
esencialmente en la administración del ciclo mimético con ayuda de los
mecanismos victimarios y sus repeticiones sacrificiales.
Los viejos etnólogos seguían el método
contrario. Se creían moralmente obligados a basarse en los mitos para atacar a
los evangelios. Pues, de haber hecho lo contrario, les habría parecido que
traicionaban su propia causa.
Es cierto que en los mitos se despliega el
mismo proceso mimético que en los evangelios. Pero casi siempre de forma tan
oscura y embrollada, que, basándose exclusivamente en ellos, no se logran
disipar las "tinieblas de Satán".
Yo no parto de los evangelios para
favorecer de manera arbitraria al cristianismo y rechazar el paganismo. El
descubrimiento del ciclo mimético en los mitos, lejos de favorecer la vieja creencia
cristiana en la singularidad absoluta de su religión, la hace, en apariencia,
más improbable, más indefendible que nunca. Si los evangelios y los mitos
relatan una crisis mimética idéntica, que en ambos casos es resuelta por una
expulsión colectiva y culmina con una epifanía religiosa, repetida y
conmemorada por ritos estructuralmente muy parecidos, ¿cómo podría existir
entre cristianismo y mitología la diferencia que confiriera a nuestra religión
la singularidad y unicidad que siempre ha reivindicado?
En el cristianismo, ciertamente, los
sacrificios no son sangrientos. No hay ya inmolación real. En todas partes encontramos
la no violencia observada en el capítulo IV al comparar la lapidación instigada
por Apolonio con la lapidación impedida por Cristo. Pero el verdadero cristiano
no se contenta con esas diferencia. Pues el cristianismo puede seguir
pareciendo, con todo, un proceso mítico, atenuado y moderado, pero,
esencialmente, inalterado. Y es que la atenuación y la moderación resultan
manifiestas en muchos cultos míticos tardíos...
En el plano de la génesis, tampoco se ve
qué podría diferenciar lo evangélico de lo mítico de otra forma que no fuera
puramente superficial e insignificante.
Esas conclusiones habrían llenado de gozo
a los viejos etnólogos anticristianos. Hace ya siglos que en muchos cristianos
va debilitándose el sentimiento íntimo de la irreductible singularidad de su
religión, a lo que ha contribuido el comparatismo antropológico y la visión
mítica del cristianismo. De ahí, por lo demás, que algunos cristianos fieles
desconfíen de mi trabajo. Están convencidos de que nada bueno para el
cristianismo puede salir del comparatismo etnológico.
René Girard, Veo a Satán caer como el
relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.
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