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martes, 19 de enero de 2021

SINGULARIDAD DE LA BIBLIA.- (A) (46)

Tercera Parte

EL TRIUNFO DE LA CRUZ

 

IX.- SINGULARIDAD DE LA BIBLIA

SINGULARIDAD DE LA BIBLIA.- (A) (46)

En nuestros días los críticos de los evangelios no intentan ya demostrar que éstos y los mitos son análogos, idénticos e intercambiables. Lejos de molestarlos, las diferencias los colman de felicidad, e incluso no ven otra cosa que ellas. Lo que suprimen, al contrario, son las analogías.

Si no hay más que diferencias entre las religiones, éstas no son otra cosa que una sola y vasta masa indiferenciada. No cabe calificarlas ya de verdaderas o falsas, de la misma manera que no se puede calificar de verdadero o falso un relato de Flaubert o de Maupassant. Son dos obras de ficción, y considerar a una más verídica que a otra sería absurdo.

Esta doctrina seduce al mundo contemporáneo. Las diferencias son en nuestro tiempo objeto de una veneración más aparente que real. Parece que se las tome muy en serio cuando, en realidad, no se les concede la menor importancia. Las religiones, todas las religiones, son consideradas puramente míticas, aunque cada una a su manera, lo cual por supuesto, es inimitable. Cada cual es libre de comprar lo que le guste en el supermercado de lo religioso. Sobre gustos no hay nada escrito.

Los viejos etnólogos anticristianos pensaban de otra forma. Al igual que los cristianos, creían en una verdad absoluta. Para demostrar la vacuidad de los evangelios, intentaban mostrar, como sabemos, que éstos se parecían demasiado a los mitos para no ser también míticos.

Y como yo, por lo tanto, intentaban definir lo que hubiera de común en lo mítico y lo evangélico. Algo que pensaban que sería tan considerable que entre mitos y evangelios no podría ya colarse, por así decirlo, ninguna diferencia importante. De este modo intentaban demostrar el carácter mítico de los evangelios.

Esos laboriosos investigadores no llegaron a descubrir nunca lo que buscaban; sin embargo, en mi opinión, tenían razón al obstinarse en esa búsqueda. Sabemos que mitos y evangelios comparten rasgos comunes: el ciclo mimético o "satánico", por ejemplo, o la secuencia tripartita: ‘crisis primero, violencia colectiva a continuación y, por último, la epifanía religiosa’.

Paradójicamente, lo que impedía a los viejos etnólogos descubrir todas’ las similitudes entre los evangelios y los mitos era, ni más ni menos, su anticristianismo. Por miedo, sin duda, a verse atrapados de nuevo por los evangelios, se mantenían a distancia de ellos. Les habría parecido deshonroso utilizarlos en los tres primeros capítulos de esta obra.

Los evangelios son más transparentes que los mitos, y difunden esa transparencia a su alrededor por su explicitación del mimetismo, primero conflictivo, luego reconciliador. Al revelar el proceso mimético, traspasan la opacidad de los mitos. Pero, por el contrario, basándonos en los mitos nada aprenderemos sobre los evangelios.

Tras haber descubierto, gracias a los evangelios, el ciclo mimético, lo encontramos de nuevo sin esfuerzo, primero en la lapidación de Apolonio, y a continuación en todos los cultos mítico-rituales. Sabemos ahora que las culturas arcaicas consisten esencialmente en la administración del ciclo mimético con ayuda de los mecanismos victimarios y sus repeticiones sacrificiales.

Los viejos etnólogos seguían el método contrario. Se creían moralmente obligados a basarse en los mitos para atacar a los evangelios. Pues, de haber hecho lo contrario, les habría parecido que traicionaban su propia causa.

Es cierto que en los mitos se despliega el mismo proceso mimético que en los evangelios. Pero casi siempre de forma tan oscura y embrollada, que, basándose exclusivamente en ellos, no se logran disipar las "tinieblas de Satán".

Yo no parto de los evangelios para favorecer de manera arbitraria al cristianismo y rechazar el paganismo. El descubrimiento del ciclo mimético en los mitos, lejos de favorecer la vieja creencia cristiana en la singularidad absoluta de su religión, la hace, en apariencia, más improbable, más indefendible que nunca. Si los evangelios y los mitos relatan una crisis mimética idéntica, que en ambos casos es resuelta por una expulsión colectiva y culmina con una epifanía religiosa, repetida y conmemorada por ritos estructuralmente muy parecidos, ¿cómo podría existir entre cristianismo y mitología la diferencia que confiriera a nuestra religión la singularidad y unicidad que siempre ha reivindicado?

En el cristianismo, ciertamente, los sacrificios no son sangrientos. No hay ya inmolación real. En todas partes encontramos la no violencia observada en el capítulo IV al comparar la lapidación instigada por Apolonio con la lapidación impedida por Cristo. Pero el verdadero cristiano no se contenta con esas diferencia. Pues el cristianismo puede seguir pareciendo, con todo, un proceso mítico, atenuado y moderado, pero, esencialmente, inalterado. Y es que la atenuación y la moderación resultan manifiestas en muchos cultos míticos tardíos...

En el plano de la génesis, tampoco se ve qué podría diferenciar lo evangélico de lo mítico de otra forma que no fuera puramente superficial e insignificante.

Esas conclusiones habrían llenado de gozo a los viejos etnólogos anticristianos. Hace ya siglos que en muchos cristianos va debilitándose el sentimiento íntimo de la irreductible singularidad de su religión, a lo que ha contribuido el comparatismo antropológico y la visión mítica del cristianismo. De ahí, por lo demás, que algunos cristianos fieles desconfíen de mi trabajo. Están convencidos de que nada bueno para el cristianismo puede salir del comparatismo etnológico.

René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.

 

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