INTRODUCCIÓN.-
(D) (4)
Los
mitos invierten sistemáticamente la verdad. Absuelven a los perseguidores y
condenan a las víctimas. Son siempre engañosos, porque nacen de un engaño, y, a
diferencia de lo que les ocurrió a los discípulos de Emaús tras la
Resurrección, nada ni ‘nadie’ acude
en su ayuda para iluminarlos.
Representar
la violencia colectiva de manera exacta, como hacen los evangelios, es negarle
el valor religioso positivo que los mitos le conceden, es contemplarla en su
horror puramente humano, moralmente culpable. Es liberarse de esa ilusión
mítica que, o bien transforma la violencia en acción loable, sagrada en cuanto
útil para la comunidad, o bien la elimina totalmente, como en nuestros días
hace la investigación científica sobre la mitología.
Desde
el ‘punto de vista antropológico’,
la singularidad y la verdad que la tradición judeocristiana reivindican son
perfectamente reales, e incluso evidentes. Para apreciar la fuerza, o la
debilidad, de esa tesis, no basta la presente introducción; hay que leer la
demostración entera. En la tercera y última parte de este libro (capítulos
XI-XIV) la absoluta singularidad de cristianismo será plenamente confirmada, y
ello no a pesar de su perfecta simetría con la mitología. Mientras que la
divinidad de los héroes míticos resulta de la ocultación violenta de la
violencia, la atribuida a Cristo hunde sus raíces en el poder revelador de sus
palabras y, sobre todo, de su muerte libremente aceptada y que pone de
manifiesto no sólo su inocencia sino la de todos los "chivos expiatorios"
de la misma clase.
Como
puede apreciarse mi análisis no es religioso, sino que desemboca en lo
religioso. De ser exacto, sus consecuencias religiosas son incalculables.
El
presente libro constituye, en última instancia, lo que antes se llamaba una
apología del cristianismo. Su autor no oculta ese aspecto apologético, sino
que, al contrario, lo reivindica sin vacilación. Sin embargo, esta defensa
"antropológica" del cristianismo no tiene nada que ver ni con las
viejas "pruebas de la existencia de Dios", ni con el "argumento
ontológico", ni con el temblor "existencial" que ha sacudido
brevemente la inercia espiritual del siglo XX. Cosas todas excelentes, en su
lugar y en su momento, pero que desde un punto de vista cristiano presentan el
gran inconveniente de no tener relación alguna con la Cruz: son más deístas que
específicamente cristianas.
Si
la Cruz desmitifica toda mitología más eficazmente que los automóviles y la
electricidad de Bultmann, si nos libera de ilusiones que se prolongan de modo
indefinido en nuestras filosofías y en nuestras ciencias sociales, no podemos
prescindir de ella. Así pues, lejos de estar definitivamente pasada de moda y
superada, la religión de la Cruz, en su integridad, constituye esa perla de
elevado precio cuya adquisición justifica más que nunca el sacrificio de todo
lo que poseemos.
(René
Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.)
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