Primera Parte
EL SABER BÍBLICO SOBRE LA
VIOLENCIA
I.- ES PRECISO QUE LLEGUE
EL ESCÁNDALO
ES PRECISO QUE LLEGUE EL
ESCÁNDALO.- (A) (5)
Un
análisis atento de la Biblia y los evangelios muestra la existencia en ellos de
una concepción original y desconocida del deseo y sus conflictos. Para percibir
su antigüedad podemos remontarnos al relato de la caída del Génesis, o a la
segunda mitad del decálogo, toda ella dedicada a la prohibición de la violencia
contra el prójimo.
Los
mandamiento sexto, séptimo, octavo y noveno son tan sencillos como breves.
Prohíben las violencias más graves según su orden de gravedad:
No matarás.
No adulterarás. No
hurtarás.
No depondrás contra tu prójimo testimonio falso.
El
décimo y último mandamiento destaca respecto de los anteriores por su longitud
y su objeto: en lugar de prohibir una ‘acción’, prohíbe un ‘deseo’:
No codiciarás la casa de
tu prójimo; no codiciarás su mujer, ni su siervo, ni su criada, ni su toro, ni
su asno, ni nada de lo que a tu prójimo pertenece.
(Éx
20,17)
Sin
ser completamente erróneas, algunas traducciones de la Biblia conducen al
lector por una falsa pista. En principio, el verbo "codiciar" sugiere
que se trata aquí de un deseo fuera de lo común, un deseo perverso, reservado a
los pecadores impenitentes. Pero el término hebreo traducido por
"codiciar" significa, sencillamente, "desear". Con él se
designa el deseo de Eva por el fruto prohibido, el deseo que condujo al pecado
original. La idea de que el decálogo dedique su mandamiento supremo, el
más largo de todos, a la prohibición de un deseo marginal, reservado a una
minoría, es difícilmente creíble. El décimo mandamiento tiene que referirse a
un deseo común a todos los hombres, al deseo por antonomasia
Pero
si el decálogo prohíbe incluso el deseo más corriente; ¿no merece el reproche
que el mundo moderno hace de forma casi unánime a las prohibiciones religiosas?
¿No refleja el décimo mandamiento esa comezón gratuita de prohibir, ese odio
irracional por la libertad que los pensadores modernos atribuyen a lo religioso
en general y a la tradición judeocristiana en particular?
Antes
de condenar las prohibiciones como "inútilmente represivas", antes de
repetir extasiados el lema de los "acontecimientos de mayo del 68"
hicieron famoso, "prohibido prohibir", conviene preguntarse sobre las
implicaciones del deseo definido en el décimo mandamiento, el deseo de los
bienes del prójimo. Si ese deseo es el más común de todos, ¿qué ocurriría si,
en lugar de prohibirse, se tolerara e incluso se alentara? Pues que habría una
guerra perpetua en el seno de todos los grupos humanos, de todos los subgrupos,
de todas las familias. Se abriría de par en par la puerta a la famosa pesadilla
de Thomas Hobbes: ‘la guerra de
todos contra todos’.
Para
aceptar que las prohibiciones culturales son inútiles, como repiten sin
reflexionar demasiado los demagogos de la modernidad, hay que adherirse al más
radical individualismo, el que presupone la autonomía total de los individuos,
es decir, ‘la autonomía de sus
deseos’. Dicho de otra forma, hay que creer que los hombres se muestran
naturalmente inclinados a ‘no’
desear los bienes del prójimo.
Pero
basta con mirar a dos niños o dos adultos que se disputan cualquier fruslería
para comprender que ese postulado es falso. Es el postulado opuesto, el único
realista, el que sustenta el décimo mandamiento del decálogo. Si los individuos
se muestran naturalmente inclinados a desear lo que el prójimo posee, o,
incluso, tan sólo desea, en el interior de los grupos humanos ha de existir una
tendencia muy fuerte a los conflictos de rivalidad. Y si esa tendencia no se
viera contrarrestada, amenazaría de modo permanente la armonía de todas las
comunidades, e incluso su supervivencia.
Los
deseos emulativos son tanto más temibles porque tienden a reforzarse
recíprocamente. Se rigen por el principio de la escalada y la puja. Se trata de
un fenómeno tan trivial, tan conocido por todos, tan contrario a la idea que
tenemos de nosotros mismos, tan humillante, por tanto, que preferimos alejarlo
de nuestra conciencia y hacer como si no existiera, por más que sepamos muy
bien que existe. Esta indiferencia ante lo real constituye un lujo que las
pequeñas sociedades arcaicas no podían permitirse.
El
legislador que prohíbe el deseo de los bienes del prójimo se esfuerza por
resolver el problema número uno de toda comunidad humana: la violencia interna.
Al
leer el décimo mandamiento, se tiene la impresión de estar asistiendo al
proceso intelectual de su elaboración. Para impedir a los hombres que luchen
entre sí, el legislador intenta primero prohibirles todos los objetos que sin
cesar se están disputando, y decide para ello confeccionar su lista. Pero
enseguida cae en la cuenta de que esos objetos son demasiado numerosos: es
imposible enumerarlos todos. En vista de lo cual se detiene en su camino,
renuncia a hacer hincapié en los objetos, que cambian constantemente, y se
vuelve hacia aquel, que siempre está presente: el prójimo, el vecino, el ser de
quien, sin duda, se desea ‘todo lo
que es suyo’.
Si
los objetos que deseamos pertenecen siempre al prójimo, es éste, evidentemente,
quien los hace deseables. Así pues, al formular la
prohibición, el prójimo deberá suplantar a los objetos, y, en efecto, los
suplantará en el último tramo de la frase, que prohíbe no objetos enumerados
uno a uno, sino ‘todo’ lo que
es del prójimo.
Aun
sin definirlo explícitamente, lo que el décimo mandamiento esboza es una
"revolución copernicana" en la inteligencia del deseo. Creemos
que el deseo es objetivo o subjetivo, pero, en realidad, depende de otro que da
valor a los objetos: el tercero más próximo, el prójimo. De modo que,
para mantener la paz entre los hombres, hay que definir lo prohibido en función
de este temible hecho probado: el prójimo es el modelo de nuestros deseos. Eso
es lo que llamo deseo mimético.
(René
Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.)
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