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martes, 19 de enero de 2021

EL TRIUNFO DE LA CRUZ.- (E) (64)

EL TRIUNFO DE LA CRUZ.- (E) (64)       

 La prueba de que lo que acabo de decir es difícil de comprender, o quizá demasiado fácil, es que el propio Satán no lo ha comprendido. O, más bien, lo ha comprendido demasiado tarde para proteger su reino. Su falta de rapidez ha tenido, en la historia humana, formidables consecuencias.

En la Primera Epístola a los Corintios, Pablo escribe: "Ninguno de los jefes de este mundo la conoció [la sabiduría de Dios], pues si la hubieran conocido, no habrían crucificado al Señor de la gloria" (1Cor 2,8).

"Los jefes de este mundo", que son aquí la misma cosa que Satán, han crucificado al Señor de la gloria porque esperaban de esa crucifixión ciertos resultados favorables a sus intereses. Contaban con que el mecanismo funcionaría como de costumbre, al abrigo de miradas indiscretas, y se librarían así de Jesús y su mensaje. Al principio tenían excelentes razones para pensar que todo les saldría bien.

La crucifixión es un mecanismo victimario como los demás, surge como los demás, se desarrolla como los demás. Sin embargo, tiene resultados diferentes de los demás.

Hasta la Resurrección nada permitía prever que se trastocara un apasionamiento mimético al que los propios discípulos habían ya a medias sucumbido. Los príncipes de este mundo podían frotarse las manos, y, sin embargo, a fin de cuentas, sus cálculos fueron desbaratados. En lugar de escamotear una vez más el secreto del mecanismo victimario, los cuatro relatos de la Pasión lo propagan por los cuatro rincones del mundo y le dan una gigantesca publicidad.

A partir de la frase de Pablo que acabo de citar, Orígenes y numerosos Padres de la Iglesia de lengua griega elaboraron una tesis que ha desempeñado un gran papel durante siglos: la de Satán engañado por la Cruz’. En esta fórmula, Satán equivale a quienes Pablo llama "príncipes de este mundo".

Una tesis que, en el cristianismo occidental, no ha tenido nunca la buena acogida que tuvo en Oriente y, por lo que yo sé, ha acabado por desaparecer. Más aún: se la ha considerado sospechosa de "pensamiento mágico", así como de hacer desempeñar a Dios un papel indigno de Él.

Equipara la Cruz a una especie de trampa divina, una trampa de Dios, mayor aún que las trampas de Satán. La pluma de ciertos Padres griegos hace surgir una extraña metáfora que ha contribuido a la desconfianza occidental. Se compara a Cristo con un cebo que un pescador ensarta en su anzuelo para capturar, aprovechándose de su gula, a un pez que no es otro que Satán.

El papel que esta tesis hace desempeñar a Satán inquieta a los occidentales. A medida que pasa el tiempo, el papel del Diablo va reduciéndose más y más en el pensamiento teológico. Su desaparición tiene desagradables consecuencias en la medida en que Satán se confunde inextricablemente con el mimetismo conflictivo, lo único capaz de aclarar la verdadera significación y la legitimidad de la concepción patrística.

El descubrimiento del ciclo mimético, o satánico, nos hace ver que la tesis de Satán engañado por la Cruz contiene una intuición esencial. Toma en cuenta la clase de obstáculo que los conflictos miméticos oponen a la revelación cristiana.

Las sociedades mítico-rituales están prisioneras de una circularidad mimética de la que no pueden escapar puesto que ni siquiera la detectan. Eso todavía es cierto: todos nuestros pensamientos sobre el hombre, todas nuestras filosofías, todas nuestras ciencias sociales, todos nuestros psicoanálisis, son fundamentalmente paganos por cuanto descansan en una ceguera respecto del mimetismo conflictivo análoga a la de los propios sistemas mítico-rituales.

Al permitirnos comprender el mecanismo victimario y los ciclos miméticos, los relatos de la Pasión permiten también descubrir la invisible prisión en que vivimos y darnos cuenta de que tenemos necesidad de ser redimidos.

Al no estar en comunión con Dios, los "príncipes de este mundo" no han comprendido que los relatos del mecanismo victimario desencadenado contra Jesús tendrían que ser muy diferentes de los relatos míticos. Si hubieran podido leer el futuro, no habrían alentado la crucifixión, sino, al contrario, se habrían opuesto a ella con todas sus fuerzas.

Y cuando los "príncipes de este mundo" entendieron finalmente el alcance de la Cruz, era demasiado tarde para volver atrás: Jesús ya había sido crucificado, los Evangelios escritos. Pablo tiene, pues, razón al afirmar: "Ninguno de los jefes de este mundo la conoció [la sabiduría de Dios], pues si la hubieran conocido, no habrían crucificado al Señor de la gloria".

Al rechazar la idea de Satán engañado por Cristo, Occidente se priva de una insustituible riqueza en el terreno de la antropología.

Todas las teorías medievales y modernas de la redención buscan lo que obstaculiza la salvación por parte de Dios, de su honor, su justicia e incluso su cólera. Y no se les ocurre buscarlo allí donde deberían hacerlo: en la humanidad pecadora, en las relaciones entre los hombres, en el mimetismo conflictivo, que es lo mismo que Satán. Hablan mucho del pecado original, pero no consiguen concretar en qué consiste. Y de ahí que, incluso siendo teológicamente verdaderas, den una impresión de arbitrariedad e injusticia respecto a la humanidad.

Una vez descubierto el mimetismo malo, la idea de Satán engañado por la Cruz, adquiere ese sentido preciso que los Padres griegos probablemente presentían sin llegar a explicitarlo de forma del todo satisfactoria.

Ser "hijo del Diablo", en el sentido del Evangelio de Juan, quiere decir, como ya hemos visto, estar encerrado en el sistema mentiroso del mimetismo conflictivo, lo que sólo puede desembocar en los sistemas mítico-rituales o, en nuestros días, en esas formas más modernas de idolatría que son, por ejemplo, las ideologías o el culto a la ciencia.

Los Padres griegos tenían razón al decir que, en la Cruz, Satán es el mistificador cogido en la trampa de su propia mistificación. El mecanismo victimario le pertenecía, era cosa suya, era el instrumento de esa autoexpulsión que pone el mundo a sus pies. Con la Cruz ese mecanismo se escapa de una vez por todas a su control, y el mundo cambia de rostro.

Si Dios permitió a Satán reinar durante cierto tiempo sobre la humanidad, es porque sabía de antemano que, llegado el momento, con su muerte en la Cruz, Cristo acabaría con ese adversario. La sabiduría divina había previsto desde siempre que el mecanismo victimario sería vuelto del revés como un guante, mostrado al mundo, desenmascarado y desactivado, en los relatos de la Pasión, y que ni Satán ni las potestades podrían impedir esta revelación.

Al desencadenar el mecanismo victimario contra Jesús, Satán creía proteger su reino, defender su propiedad, sin darse cuenta de que hacía justamente lo contrario. Hacía, ni más, ni menos, lo que Dios quería que hiciera. Sólo Satán podía poner en marcha, sin la menor sospecha por su parte, el proceso de su propia destrucción.

La tesis de Satán engañado por la Cruz necesita completarse mediante una definición clara de lo que aprisiona a los hombres en el reino del Diablo, que sólo el mimetismo conflictivo y su conclusión victimaria pueden proporcionar. De lo que no hay que concluir que baste con descubrir ese mimetismo para librarse de él.

El texto de Pablo del que he tomado la frase que acabo de comentar está henchido de un extraordinario hábito espiritual. Pablo presenta en él un plan divino que afecta a toda la historia humana, de cuya existencia está convencido, pero que, realmente, no puede expresar. Concluye con extáticos balbuceos más que con una verdadera tesis bien desarrollada. Evoca una sabiduría: 

«… pero una sabiduría no de este mundo, ni de los jefes de este mundo que acaban anulándose, sino que hablamos de la sabiduría de Dios en forma de misterio, la que está oculta, la que Dios predestinó antes de los siglos para nuestra gloria; ninguno de los jefes de este mundo la conoció, pues si la hubieran conocido, no habrían crucificado al Señor de la gloria; pero en cambio, como está escrito: lo que ni ojo vio ni oído oyó, no por mente humana pasó, es lo que Dios preparó para los que lo aman». (1 Col 2,6-9)

Dios permitió que Satán reinara en la humanidad durante cierto tiempo previendo que, en su momento, la muerte de Cristo en la Cruz daría cuenta de él. Gracias a esta muerte, como bien sabía la sabiduría divina, el mecanismo victimario quedaría neutralizado y Satán no sólo sería incapaz de oponerse eficazmente a esa neutralización, sino que, sin saberlo, participaría en ella. Al hacer a Satán víctima de una especie de trampa divina, los Padres griegos sugieren aspectos de la revelación hoy oscurecidos por cuanto recaen esencialmente sobre la antropología de la Cruz.

El propio Satán ha puesto la verdad a disposición de los hombres, es él quien ha hecho posible la inversión de su propio mensaje, quien ha hecho universalmente legible la verdad de Dios.

La idea de Satán engañado por la Cruz no tiene, pues, nada de mágico ni ofende en absoluto la dignidad de Dios. La trampa de que Satán es víctima no supone por parte de Dios la menor violencia ni el menor disimulo. No es, realmente, una trampa, sólo pone de manifiesto la importancia del Príncipe de este mundo para comprender el amor divino. Si Satán no ve a Dios, es porque todo él es mimetismo conflictivo. Extremadamente perspicaz en lo que afecta a los conflictos de rivalidad, los escándalos y sus consecuencias persecutorias, es, en cambio, ciego respecto a cualquier otra realidad. Satán hace del mimetismo malo algo en lo que espero no caer nunca: una teoría totalitaria e inefable que vuelve al teórico, humano o satánico, sordo y ciego ante el amor de Dios por los hombres y el amor de los hombres entre sí.

Es, repito, el propio Satán quien transforma su mecanismo en trampa en la que cae. Dios no se porta de manera desleal ni siquiera con el Diablo, pero se deja crucificar por la salvación de los hombres, algo que a Satán le resulta absolutamente inconcebible.

El Príncipe de este mundo ha confiado demasiado en el extraordinario poder de disimulo del mecanismo victimario.

Los propios Evangelios llaman nuestra atención sobre la pérdida de nuestra unanimidad mítica que ocurre allí donde Jesús interviene. Juan, en concreto, indica en varias ocasiones la división de los testigos tras las palabras y hechos de Jesús.

Después de cada intervención de Jesús, los testigos discuten entre sí y, en lugar de unificar a los hombres, su mensaje suscita, por el contrario, el desacuerdo y la división. Una desavenencia que desempeña un papel capital, sobre todo, en la crucifixión. Sin ella, en efecto, no habría revelación evangélica, pues el mecanismo victimario no habría actuado. Como en los mitos, se habría transfigurado en acción justa y legítima.

René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.

 

 

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