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miércoles, 20 de enero de 2021

SACRIFICIO.- (B) (35)

SACRIFICO.- (B) (35)

A partir de los análisis anteriores, podemos comparar las génesis de los mitos y sus sucedáneos tardíos con la actividad de un volcán hoy apagado.

Cuando estaba en actividad, ese volcán engendraba "verdaderos" mitos pero el humo y la lava que salían de su cráter impedían asomarse a él para ver qué sucedía en su interior.

La lapidación de Éfeso es obra de ese mismo volcán en una época más tardía. Todavía ardiente, se ha enfriado, sin embargo, lo suficiente para que podamos acercarnos a su cráter. No está completamente inactivo, pero sólo produce ya mitos truncados, amputados de lo mejor de sí mismos, limitados a las transfiguraciones hostiles. El mendigo de Éfeso ha dejado para siempre de ser objeto de adoración. La lapidación milagrosa sólo engendra ya un pequeño demonio sin importancia.

El relato de Filóstrato me parece, pues, un precioso "eslabón perdido" entre las transfiguraciones mitológicas plenas, por un lado, imposibles de descifrar de manera directa, y las transfiguraciones fáciles de descifrar, por otro: esa medieval caza de brujas cuyo parentesco con la mitología propiamente dicha resulta evidente a la luz de Filóstrato y de los evangelios.

En ambos casos estamos ante una violencia colectiva que es objeto de una interpretación errónea, dominada por la ilusión unánime de los perseguidores. Ante los mitos seguimos siendo víctimas de transfiguraciones, que, en el caso de la caza de brujas, no pueden ya, en cambio, engañarnos. Al considerar las persecuciones que se desarrollan en nuestro universo histórico, por alejadas que estén en el tiempo, comprendemos sin dificultad que las víctimas son reales y forzosamente inocentes. Comprendemos que negar esta realidad no sólo sería estúpido, sino culpable. No queremos hacernos cómplices de la caza de brujas. La mitología constituye una versión más intensa de ese proceso transfigurador cuyo funcionamiento captamos perfectamente en la caza de brujas, ya que en nuestro mundo sólo ocurre de forma muy debilitada, incapaz de engendrar verdaderos mitos.

Si se analizan los textos que reflejan las grandes convulsiones medievales, aparece enseguida el ciclo mimético, la crisis, las acusaciones estereotipadas, la violencia colectiva y, en ocasiones, un embrión de epifanía religiosa. Se descubren fácilmente en ellos los signos preferenciales de selección victimaria que caracterizan a muchos héroes y divinidades mitológicas. Son los mismos criterios que se aplicaban para seleccionar al pharmakós’ griego: las enfermedades de cualquier clase, las tareas físicas y sociales. E idénticos a los que incitan a Apolonio a elegir a un miserable mendigo para su lapidación "milagrosa".

Los mitos propiamente dichos forman parte de la misma familia textual que la lapidación de Apolonio, los fenómenos medievales de caza de brujas o, incluso, la Pasión de Cristo...

Los relatos de violencia colectiva son inteligibles en razón inversa al grado de transfiguración de que son objeto. Los más transfigurados son los mitos, y el que menos lo está, la Pasión de Cristo, única narración que llega hasta el fondo de la génesis de la unanimidad violenta, el contagio mimético, el mimetismo de la violencia.

En suma, afirmo que la mitología aparentemente más noble, la de los dioses olímpicos, procede de la misma génesis textual que la demonización del mendigo de Éfeso o las brujas medievales.

Y si la asociación de la mitología con la caza de brujas parece escandalosa, dada la veneración estética y cultural que profesamos hacia aquella, tal escándalo no resiste una comparación seria de las dos estructuras. En ambos casos aparecen unos mismos datos organizados de idéntico modo, aunque, repito, de manera muy desdibujada en los fenómenos del universo cristiano, esos que calificamos de "históricos".

Cuanto más envejecen las divinidades, sin duda, más se difumina su dimensión maléfica a expensas de su dimensión benéfica. Pero siempre quedan vestigios del demonio original, de la víctima colectivamente asesinada.

Si uno se contenta con repetir las habituales lugares comunes sobre los dioses olímpicos, sólo se ve en ellos su majestad y serenidad. Si en el arte clásico, como regla general, los elementos positivos aparecen ya en el primer plano, tras ellos, incluso en el caso de Zeus, hay siempre eso que se llama con complacencia algo ingenua los "pecadillos del dios". Todo el mundo está de acuerdo en "excusar" los citados pecadillos con sonrisa ligeramente cómplice, un poco como si se tratara de un presidente estadounidense sorprendido en flagrante adulterio. Los pecadillos de Zeus y sus colegas, se nos asegura, sólo constituyen "ligeras sombras que apenas oscurecen su grandeza divina".

En realidad, son las huellas de delitos análogos a los de Edipo y otros chivos expiatorios divinizados: parricidios, incestos, bestiales fornicaciones y otros horrendos crímenes, es decir, las acusaciones típicas de caza de brujas que obsesionaban sin cesar a las sociedades arcaicas e incluso obsesionan hoy a las multitudes modernas en busca de víctimas. Los "pecadillos" constituyen la esencia de lo divino arcaico.

Los historiadores que estudian la Edad Media, a Dios gracias, no intentan negar la realidad de la caza de brujas. Los fenómenos que descifran son demasiado numerosos, demasiado inteligibles, demasiado bien documentados, para alimentar al menos hasta ahora, esa furia de negar la realidad de los hechos que se ha apoderado de nuestros filósofos y mitólogos. Los historiadores siguen afirmando la existencia real de las víctimas asesinadas por las masas medievales: leprosos, judíos, extranjeros, mujeres, lisiados, marginados de todo tipo, Y seríamos no sólo ingenuos sino culpables si, so pretexto de que todos los "relatos" son forzosamente imaginarios y la verdad no existe, nos declarásemos incapaces de afirmar la realidad de esas víctimas.

Si las víctimas de la caza de brujas medieval son reales, ¿por qué no habrían de serlo las de los mitos?

Lo que impide a los mitólogos descubrir la verdad no es la dificultad intrínseca de la tarea, sino su excesivo respeto por la antigüedad clásica, un respeto que dura desde hace siglos y que ahora se ha extendido al universo arcaico en su conjunto. Es la ideología antioccidental y, sobre todo, anticristiana lo que impide la ‘desmixtificación’ de las formas míticas cuyo desciframiento es hoy posible.

Espero con impaciencia el día que los investigadores se den cuenta de que, ante el mito, tienen que habérselas con las mismas cuestiones que en la caza de brujas, estructuradas de idéntica forma y erróneamente percibidas como indescifrables. En realidad, fueron descifradas hace ya dos mil años. Los relatos de la Pasión constituyen ese desciframiento.

Así pues, la interpretación que propongo no tiene nada de aberrante ni de "fantástica". Al contrario, desde el momento mismo en que se aborda por el atajo de los "eslabones perdidos", como el de la lapidación instigada por Apolonio, resulta evidente. Un eslabón a mitad de camino entre los relatos de violencia colectiva aún capaces de engañarnos, míticos en el sentido más profundo del término, y aquellos en que reconocemos al instante los espejismos de perseguidores engañados por sus propias persecuciones, como la Pasión de Cristo o las persecuciones contemporáneas.

René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.

 

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