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miércoles, 20 de enero de 2021

EL HORRIBLE MILAGRO DE APOLONIO DE TIANA.- (E) (29)

EL HORRIBLE MILAGRO DE APOLONIO DE TIANA.- (E) (29)  

Como muchas otras frases memorables, la de Jesús no se caracteriza por la originalidad que el mundo moderno aprecia, la que exige de sus escritores y artistas: la originalidad de lo nunca dicho, de lo nunca oído, de lo absolutamente nuevo. No, la respuesta de Jesús al desafío que se le lanza no es original en este sentido. Jesús no inventa la idea de la primera piedra, sino que la toma de la Biblia, en cuya tradición religiosa se inspira. Nuestra desencarnada "creatividad" no concluye casi nunca en verdaderas obras maestras.

La lapidación legal, por arcaica que sea, no se asemeja en ningún otro caso al arbitrario asesinato urdido por Apolonio. La Ley prevé la lapidación para determinados delitos y, como teme las falsas denuncias, a fin de dificultarlas lo más posible, obliga a los delatores, que como mínimo habrán de ser dos, a que sean quienes tiren las primeras piedras.

Jesús trasciende la Ley, pero en su mismo sentido, apoyándose en lo que la prescripción legal tiene de más humano, de más ajeno al mimetismo de la violencia: la obligación impuesta a los dos primeros acusadores de tirar las primeras piedras. La Ley priva a los delatores de modelos miméticos.

Una vez tiradas las dos primeras piedras, toda la comunidad, a su vez, habrá de participar en la lapidación. Para mantener el orden en las sociedades arcaicas, a veces no hay otro medio que el mimetismo violento, la unanimidad mimética. Medio al que la Ley recurre sin vacilar, pero también con prudencia, tan comedidamente como sea posible.

Jesús quiere trascender las providencias violentas de la Ley, de acuerdo en este punto con buena parte del judaísmo de su tiempo, pero actuando siempre en el sentido del dinamismo bíblico y no contra él. 

El episodio de la mujer adúltera es uno de los raros logros de Jesús con una multitud violenta. Un éxito que subraya sus numerosos fracasos y, sobre todo, por supuesto el papel de la multitud en su propia muerte.

En el episodio evangélico de la mujer sorprendida en flagrante delito de adulterio, si la masa no se hubiera dejado convencer por Jesús y la lapidación hubiera tenido lugar, Jesús también habría podido ser lapidado. Fracasar en la salvación de una víctima amenazada de muerte de forma unánime por una colectividad equivale a encontrarse solo frente a ésta, es correr el riesgo de sufrir la misma pena que aquella. Es una situación que se da en todas las situaciones arcaicas. En el período que precede a la crucifixión, nos dicen los evangelios, Jesús escapa a varias tentativas de lapidación.

No siempre saldrá bien parado, y acabará por desempeñar el mismo papel que el mendigo de Éfeso, por sufrir el suplicio reservado a los últimos de los últimos en el Imperio Romano. Entre él y el mendigo hay semejanza en la muerte y, también, antes de ésta, una semejanza que se concreta en el comportamiento de ambos ante la multitud amenazante.

Antes de responder a quienes piden su parecer sobre la obligación de lapidar a la mujer, inscrita en la Ley de Moisés, Jesús se inclina hacia el suelo y escribe en el polvo con el dedo. En mi opinión, Jesús no dobla la espalda para escribir, sino que escribe porque ya está doblado. Se ha inclinado para eludir la mirada de esos hombres con los ojos inyectados en sangre.

Si Jesús les devolviera sus miradas, esos hombres exaltados no verían en sus ojos lo que realmente es, sino que lo transformarían en un espejo de su propia cólera: su propio desafío, su propia provocación, eso leerían en la mirada de Jesús, por apacible que fuera. Con lo que, de rebote, se sentirían provocados. El enfrentamiento no podría entonces evitarse, lo que, probablemente, conllevaría lo que Jesús se empeña en impedir: la lapidación de la víctima. De ahí que eluda incluso la sombra de una provocación.

Cuando Apolonio dice a los efesios que se armen con piedras y se sitúen en círculo entorno al mendigo, éste reacciona de una forma que recuerda el comportamiento de Jesús frente a la irritada muchedumbre. Tampoco él quiere dar a esos hombres amenazantes la impresión de que los desafía. E incluso su deseo de que lo tomen por ciego, aun siendo un simple mendigo "profesional", corresponde, me parece, al gesto de Jesús de escribir en el polvo.

Cuando comienzan a llover piedras, el mendigo sabe ya que no podrá salir bien librado pretendiendo que lo tomen por ciego. Su maniobra ha fracasado. En vista de lo cual no duda ya en mirar a su alrededor tratando, contra toda esperanza, de descubrir en el compacto bloque de sus agresores la brecha que le permite huir.

En la mirada de animal acosado que les dirige entonces el mendigo, los efesios creen ver una especie de desafío. Y es precisamente en ese instante cuando se convencen de que su víctima es el demonio inventado por Apolonio. La escena confirma y justifica la prudencia de Jesús:

«A partir del momento en que algunos [...] empezaron a arrojarle piedras, el mendigo, que por el parpadeo de sus ojos parecía ciego, les lanzó súbitamente una mirada penetrante que mostró unos ojos llenos de fuego. Y los efesios, convencidos entonces de que tenían que habérselas con un demonio...».

La lapidación del mendigo no puede menos que hacer pensar en la crucifixión. Jesús se ve finalmente arrastrado por un efecto mimético análogo al de la lapidación del mendigo. El mismo efecto que en el caso de la mujer adúltera logra cambiar de signo, pero que en el suyo no puede evitar. Tal es lo que a su manera comprende la multitud agrupada al pie de la cruz: se burla de la impotencia de Jesús, de que no pueda salvarse el que tanto ha salvado: "¡Salvó a otros, y no puede salvarse a sí mismo!".

La Cruz es el equivalente de la lapidación de Éfeso. Decir que Jesús se identifica con todas las víctimas es afirmar que se identifica no sólo con la mujer adúltera o con el Siervo Sufriente, sino con el mendigo de Éfeso. Jesús es ese infortunado mendigo.

René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.

 

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