EL HORRIBLE MILAGRO DE
APOLONIO DE TIANA.- (E) (29)
Como muchas otras frases memorables, la de
Jesús no se caracteriza por la originalidad que el mundo moderno aprecia, la
que exige de sus escritores y artistas: la originalidad de lo nunca dicho, de
lo nunca oído, de lo absolutamente nuevo. No, la respuesta de Jesús al desafío
que se le lanza no es original en este sentido. Jesús no inventa la idea de la
primera piedra, sino que la toma de la Biblia, en cuya tradición religiosa se
inspira. Nuestra desencarnada "creatividad" no concluye casi nunca en
verdaderas obras maestras.
La lapidación legal, por arcaica que sea,
no se asemeja en ningún otro caso al arbitrario asesinato urdido por Apolonio.
La Ley prevé la lapidación para determinados delitos y, como teme las falsas
denuncias, a fin de dificultarlas lo más posible, obliga a los delatores, que
como mínimo habrán de ser dos, a que sean quienes tiren las primeras piedras.
Jesús trasciende la Ley, pero en su mismo
sentido, apoyándose en lo que la prescripción legal tiene de más humano, de más
ajeno al mimetismo de la violencia: la obligación impuesta a los dos primeros
acusadores de tirar las primeras piedras. La Ley priva a los delatores de
modelos miméticos.
Una vez tiradas las dos primeras piedras,
toda la comunidad, a su vez, habrá de participar en la lapidación. Para
mantener el orden en las sociedades arcaicas, a veces no hay otro medio que el
mimetismo violento, la unanimidad mimética. Medio al que la Ley recurre sin
vacilar, pero también con prudencia, tan comedidamente como sea posible.
Jesús quiere trascender las providencias violentas de la Ley, de acuerdo en este punto con buena parte del judaísmo de su tiempo, pero actuando siempre en el sentido del dinamismo bíblico y no contra él.
El episodio de la mujer adúltera es
uno de los raros logros de Jesús con una multitud violenta. Un
éxito que subraya sus numerosos fracasos y, sobre todo, por supuesto el papel
de la multitud en su propia muerte.
En el episodio evangélico de la mujer
sorprendida en flagrante delito de adulterio, si la masa no se hubiera dejado
convencer por Jesús y la lapidación hubiera tenido lugar, Jesús también habría
podido ser lapidado. Fracasar en la salvación de una víctima amenazada de
muerte de forma unánime por una colectividad equivale a encontrarse solo frente
a ésta, es correr el riesgo de sufrir la misma pena que aquella. Es una
situación que se da en todas las situaciones arcaicas. En el período que precede
a la crucifixión, nos dicen los evangelios, Jesús escapa a varias tentativas de
lapidación.
No siempre saldrá bien parado, y acabará
por desempeñar el mismo papel que el mendigo de Éfeso, por sufrir el suplicio
reservado a los últimos de los últimos en el Imperio Romano. Entre él y el
mendigo hay semejanza en la muerte y, también, antes de ésta, una semejanza que
se concreta en el comportamiento de ambos ante la multitud amenazante.
Antes de responder a quienes piden su
parecer sobre la obligación de lapidar a la mujer, inscrita en la Ley de
Moisés, Jesús se inclina hacia el suelo y escribe en el polvo con el
dedo. En mi opinión, Jesús no dobla la espalda para escribir, sino que escribe
porque ya está doblado. Se ha inclinado para eludir la mirada de esos hombres
con los ojos inyectados en sangre.
Si Jesús les devolviera sus miradas,
esos hombres exaltados no verían en sus ojos lo que realmente es, sino que lo
transformarían en un espejo de su propia cólera: su propio desafío, su propia
provocación, eso leerían en la mirada de Jesús, por apacible que fuera. Con lo
que, de rebote, se sentirían provocados. El enfrentamiento no podría entonces
evitarse, lo que, probablemente, conllevaría lo que Jesús se empeña en impedir:
la lapidación de la víctima. De ahí que eluda incluso la sombra de una
provocación.
Cuando Apolonio dice a los efesios que se
armen con piedras y se sitúen en círculo entorno al mendigo, éste reacciona de
una forma que recuerda el comportamiento de Jesús frente a la irritada
muchedumbre. Tampoco él quiere dar a esos hombres amenazantes la impresión de
que los desafía. E incluso su deseo de que lo tomen por ciego, aun siendo un
simple mendigo "profesional", corresponde, me parece, al gesto de
Jesús de escribir en el polvo.
Cuando comienzan a llover piedras, el
mendigo sabe ya que no podrá salir bien librado pretendiendo que lo tomen por
ciego. Su maniobra ha fracasado. En vista de lo cual no duda ya en mirar a su
alrededor tratando, contra toda esperanza, de descubrir en el compacto bloque
de sus agresores la brecha que le permite huir.
En la mirada de animal acosado que les
dirige entonces el mendigo, los efesios creen ver una especie de desafío. Y es
precisamente en ese instante cuando se convencen de que su víctima es el
demonio inventado por Apolonio. La escena confirma y justifica la prudencia de
Jesús:
«A partir del momento en que algunos [...]
empezaron a arrojarle piedras, el mendigo, que por el parpadeo de sus ojos
parecía ciego, les lanzó súbitamente una mirada penetrante que mostró unos ojos
llenos de fuego. Y los efesios, convencidos entonces de que tenían que
habérselas con un demonio...».
La lapidación del mendigo no puede menos
que hacer pensar en la crucifixión. Jesús se ve finalmente arrastrado por un
efecto mimético análogo al de la lapidación del mendigo. El mismo efecto que en
el caso de la mujer adúltera logra cambiar de signo, pero que en el suyo no
puede evitar. Tal es lo que a su manera comprende la multitud agrupada al pie
de la cruz: se burla de la impotencia de Jesús, de que no pueda salvarse el que
tanto ha salvado: "¡Salvó a otros, y no puede salvarse a sí mismo!".
La Cruz es el equivalente de la lapidación
de Éfeso. Decir que Jesús se identifica con todas las víctimas es afirmar que
se identifica no sólo con la mujer adúltera o con el Siervo Sufriente, sino con
el mendigo de Éfeso. Jesús es ese
infortunado mendigo.
René Girard, Veo a Satán caer como el
relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.
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