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miércoles, 20 de enero de 2021

EL ASESINATO FUNDADOR.- (B) (39)

EL ASESINATO FUNDADOR.- (B) (39)       

¿Cómo interpretar la idea del asesinato fundador? ¿Cómo podría concretarse semejante idea, cómo podría dejar de parecer algo caprichoso e incluso absurdo?

Sabemos que el asesinato actúa como una especie de calmante, de tranquilizante, pues los asesinos, una vez saciado su apetito de violencia con una víctima en realidad no pertinente, están muy sinceramente convencidos de haber liberado así a la comunidad del responsable de sus males. Pero, por sí sola, esta ilusión no basta para justificar la creencia en la virtud creadora de ese asesinato, creencia, como acabamos de ver, común no sólo a todos los grandes mitos fundadores, sino al Génesis y, finalmente, a los evangelios.

La interrupción temporal de la crisis no basta para explicar la creencia de tantas religiones en el poder fundador del asesinato colectivo, en su poder no ya de fundar comunidades, sino de asegurarles una organización duradera y relativamente estable. El efecto reconciliador de ese asesinato, por cautivador que resulte, no puede prolongarse durante generaciones. Las instituciones culturales no pueden nacer y perpetuarse sólo por su causa.

Hay una respuesta satisfactoria a la pregunta que acabo de plantear. Para descubrirla, hay que recurrir, como parece evidente a la primera de las instituciones humanas surgidas tras el asesinato colectivo, a saber, la repetición ritual. Vamos a preguntarnos rápidamente cómo se plantea la cuestión del origen de las instituciones culturales y de las sociedades humanas.

Desde la época de la Ilustración esta cuestión se ha resuelto en términos dictados por el más abstracto racionalismo. Así, se considera a los primeros hombres como otros tantos pequeños Descartes encerrados en su estudio que, por fuerza, en un principio habían concebido las instituciones de que consideraban necesario dotarse de manera abstracta, puramente teórica. Pasando a continuación de la teoría a la práctica, esos hombres habrían realizado su proyecto institucional. Lo que significa que ninguna institución puede existir sin una idea previa’ que sirva de guía a su elaboración práctica. Y es esa idea la que determina las culturas reales.

Si las cosas hubieran ocurrido así, lo religioso no habría tenido papel alguno en la génesis de las instituciones. Y, en efecto, en el contexto racionalista que sigue siendo el de la etnología clásica, lo religioso no ha desempeñado ningún papel, no sirve absolutamente para nada. Lo religioso tendría por fuerza que ser algo superfluo, superficial, sobreañadido dicho de otra forma, supersticioso’.

¿Cómo explicar entonces la presencia de ese totalmente inútil elemento religioso en el núcleo de todas las instituciones? Cuando se plantea esta cuestión en un contexto racionalista, sólo cabe una respuesta verdaderamente lógica, y es la de Voltaire: lo religioso tuvo que parasitar’ desde fuera las instituciones útiles. Fue inventado por "pérfidos y ávidos" sacerdotes para explotar en su beneficio la credulidad del pueblo sencillo.

Una expulsión racionalista de lo religioso cuyo simplismo se intenta hoy velar un poco, pero que, en lo esencial, continúa dominando la antropología contemporánea. Y que es imposible rechazar de plano sin transformar la omnipresencia de los ritos en las instituciones humanas en un temible signo de interrogación.

Las modernas ciencias sociales son esencialmente antirreligiosas. Si lo religioso no es una especie de mala hierba, una cizaña irritante, pero insignificante, ¿qué hacer con él? Como a lo largo de la historia constituye un elemento inmutable en diferentes y cambiantes instituciones, no se puede renunciar a esa pseudosolución que hace de él una pura nada, un parásito insignificante, el último mono, sin tener que enfrentarse a la posibilidad inversa, altamente desagradable para la antirreligiosidad moderna, que lo convertiría en el núcleo de todo sistema social, en el verdadero principio y la forma primitiva de todas las instituciones, en el fundamento universal de toda la cultura humana.

Solución esta última tanto más difícil de descartar cuanto que, en relación con la época dorada del racionalismo, conocemos mejor las sociedades arcaicas y sabemos por eso que en muchas de ellas, imposible negarlo, las instituciones que la Ilustración consideraba indispensables para la humanidad no existen: en su lugar no hay más que ritos sacrificiales.

En lo tocante a los ritos, cabe distinguir grosso modo’ tres clases de sociedades:

a.- En primer lugar, una sociedad en la que el rito ya no es nada, o casi nada. Se trata de nuestra sociedad, la sociedad contemporánea.

b.- Forman la segunda clase -o más bien la formaban- las sociedades en que el rito acompaña y, en alguna medida, duplica todas las instituciones. Es en este caso cuando el rito parece algo sobreañadido a instituciones que no tienen ninguna necesidad de él. Las sociedades antiguas y, en otro sentido, la sociedad medieval pertenecen a esta clase, que es la erróneamente concebida como universal por el racionalismo, y de la que ha surgido la tesis de lo religioso parasitario.

c.- Y, por fin, la tercera clase está constituida por sociedades "muy arcaicas", que carecen de instituciones propiamente dichas y sólo tienen ritos, los cuales ocupan el lugar de aquellas.

Los antiguos etnólogos consideraban a las sociedades arcaicas las menos evolucionadas, las más cercanas a los orígenes. Y lo cierto es que, pese a todo lo que se ha dicho para desacreditar esta tesis, tiene a su favor el sentido común. Aunque no puede adoptarse sin que, de modo irresistible, uno acabe pensando que el sacrificio no sólo desempeñó un papel esencial en las primeras edades de la humanidad, sino que incluso podría constituir el motor de todo lo que nos parece específicamente humano en el hombre, de todo lo que le distingue de los animales, de todo lo que le permite sustituir el instinto animal por el deseo propiamente humano: ‘el deseo mimético’. Si la evolución humana consiste, entre otras cosas, en la adquisición del deseo mimético, es obvio que los hombres no pueden prescindir, para empezar, de las instituciones sacrificiales que refrenan y moderan el tipo de conflicto inseparable de la hominización.

En las sociedades exclusivamente rituales, como muchos observadores han señalado, las secuencias rituales, sacrificiales, desempeñan hasta cierto punto, el papel que más tarde corresponderá a esas instituciones que solemos definir a partir de su función racionalmente concebida.

Sólo un ejemplo: los sistemas de educación. Aunque en el mundo arcaico no existan, los ritos llamados de paso o de iniciación desempeñan un papel que prefigura ya el de esos sistemas. Los jóvenes no se deslizan a escondidas en sus propias culturas, sino que se introducen en ellas por medio de procedimientos siempre solemnes, ya que son asunto de la comunidad entera. Esos ritos, que suelen llamarse de "paso", o de "iniciación", suponen pruebas, a menudo penosas, que recuerdan en gran medida nuestros exámenes de ingreso o selectividad. La observación de esas analogías no entraña ninguna dificultad.

Los ritos de paso o de iniciación se basan, como todos los ritos, en el sacrificio, en la idea de que cualquier cambio radical constituye una especie de resurrección enraizada en la muerte que la precede y es la única forma de poner de nuevo en marcha la potencia vital.

En la primera fase, la de la "crisis", los postulantes mueren, por así decirlo, junto con su infancia, y en la segunda resucitan, capaces ahora de ocupar el lugar que les correspondía en el mundo de los adultos. En ciertas comunidades, de cuando en cuando, ocurría que uno de los postulantes no resucitaba, no salía vivo de la prueba ritual, lo que se consideraba un buen augurio para los demás postulantes. Se veía en esa muerte un refuerzo providencial de la dimensión sacrificial del proceso iniciático.

Decir que esos ritos "sustituyen" a nuestros sistemas de educación y otras instituciones es como poner el carro delante de los bueyes. Pues, evidentemente, son las instituciones modernas lo que sustituye a los ritos tras haber coexistido durante largo tiempo con ellos.

Todo indica que los ritos sacrificiales son los primeros en todos los ámbitos, en toda la historia real de la humanidad. Hay ritos de ejecución capital -la lapidación del Levítico, por ejemplo-, ritos de muerte y nacimiento, ritos matrimoniales, ritos de caza y pesca en las sociedades que practican esas actividades, ritos agrícolas en las sociedades que se dedican a la agricultura, etcétera.

Todo lo que llamamos nuestras "instituciones culturales" debe relacionarse en sus orígenes con comportamientos rituales tan pulidos por los años que pierden sus connotaciones religiosas y se definen entonces con relación al tipo de "crisis" que están destinados a resolver.

A fuerza de repetirse, los ritos se modifican y se transforman en prácticas que parecen elaboradas exclusivamente por la razón humana cuando, en realidad, se derivan de lo religioso. Por supuesto, los ritos aparecen siempre en el momento oportuno allí donde hay una crisis que resolver. Para empezar, los sacrificios no son otra cosa que la resolución espontánea, mediante la violencia unánime, de crisis que se presentan de manera inopinada en la existencia colectiva.

Crisis que no consisten sólo en discordias miméticas, sino que conciernen también a la muerte y el nacimiento, a los cambios de estación, a las hambrunas, a los desastres de todo tipo y mil cosas más que, con razón o sin ella, inquietan a los pueblos arcaicos. Y siempre las comunidades recurren al sacrificio para calmar sus angustias.

René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.

 

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