EL
ASESINATO FUNDADOR.- (B) (39)
¿Cómo interpretar la idea del asesinato
fundador? ¿Cómo podría concretarse semejante idea, cómo podría dejar de parecer
algo caprichoso e incluso absurdo?
Sabemos que el asesinato actúa como una
especie de calmante, de tranquilizante, pues los asesinos, una vez saciado su
apetito de violencia con una víctima en realidad no pertinente, están muy
sinceramente convencidos de haber liberado así a la comunidad del responsable
de sus males. Pero, por sí sola, esta ilusión no basta para justificar la
creencia en la virtud creadora de ese asesinato, creencia, como acabamos de
ver, común no sólo a todos los grandes mitos fundadores, sino al Génesis y,
finalmente, a los evangelios.
La interrupción temporal de la crisis no
basta para explicar la creencia de tantas religiones en el poder fundador del
asesinato colectivo, en su poder no ya de fundar comunidades, sino de
asegurarles una organización duradera y relativamente estable. El efecto
reconciliador de ese asesinato, por cautivador que resulte, no puede
prolongarse durante generaciones. Las instituciones culturales no pueden nacer
y perpetuarse sólo por su causa.
Hay una respuesta satisfactoria a la
pregunta que acabo de plantear. Para descubrirla, hay que recurrir, como parece
evidente a la primera de las instituciones humanas surgidas tras el asesinato
colectivo, a saber, la repetición ritual. Vamos a preguntarnos rápidamente cómo
se plantea la cuestión del origen de las instituciones culturales y de las
sociedades humanas.
Desde la época de la Ilustración esta
cuestión se ha resuelto en términos dictados por el más abstracto racionalismo.
Así, se considera a los primeros hombres como otros tantos pequeños Descartes
encerrados en su estudio que, por fuerza, en un principio habían concebido las
instituciones de que consideraban necesario dotarse de manera abstracta,
puramente teórica. Pasando a continuación de la teoría a la práctica, esos
hombres habrían realizado su proyecto institucional. Lo que significa que
ninguna institución puede existir sin una ‘idea previa’ que sirva de guía a su elaboración práctica. Y es esa
idea la que determina las culturas reales.
Si las cosas hubieran ocurrido así, lo
religioso no habría tenido papel alguno en la génesis de las instituciones. Y,
en efecto, en el contexto racionalista que sigue siendo el de la etnología
clásica, lo religioso no ha desempeñado ningún papel, no sirve absolutamente
para nada. Lo religioso tendría por fuerza que ser algo superfluo, superficial,
sobreañadido dicho de otra forma, ‘supersticioso’.
¿Cómo explicar entonces la presencia de
ese totalmente inútil elemento religioso en el núcleo de todas las
instituciones? Cuando se plantea esta cuestión en un contexto racionalista,
sólo cabe una respuesta verdaderamente lógica, y es la de Voltaire: lo
religioso tuvo que ‘parasitar’
desde fuera las instituciones útiles. Fue inventado por "pérfidos y
ávidos" sacerdotes para explotar en su beneficio la credulidad del pueblo
sencillo.
Una expulsión racionalista de lo religioso
cuyo simplismo se intenta hoy velar un poco, pero que, en lo esencial, continúa
dominando la antropología contemporánea. Y que es imposible rechazar de plano
sin transformar la omnipresencia de los ritos en las instituciones humanas en
un temible signo de interrogación.
Las modernas ciencias sociales son
esencialmente antirreligiosas. Si lo religioso no es una especie de mala
hierba, una cizaña irritante, pero insignificante, ¿qué hacer con él? Como a lo
largo de la historia constituye un elemento inmutable en diferentes y
cambiantes instituciones, no se puede renunciar a esa pseudosolución que hace
de él una pura nada, un parásito insignificante, el último mono, sin tener que
enfrentarse a la posibilidad inversa, altamente desagradable para la
antirreligiosidad moderna, que lo convertiría en el núcleo de todo sistema
social, en el verdadero principio y la forma primitiva de todas las
instituciones, en el fundamento universal de toda la cultura humana.
Solución esta última tanto más difícil de
descartar cuanto que, en relación con la época dorada del racionalismo,
conocemos mejor las sociedades arcaicas y sabemos por eso que en muchas de
ellas, imposible negarlo, las instituciones que la Ilustración consideraba
indispensables para la humanidad no existen: en su lugar no hay más que ritos
sacrificiales.
En lo tocante a los ritos, cabe distinguir
‘grosso modo’ tres clases de
sociedades:
a.- En primer lugar, una sociedad en la que el rito ya no
es nada, o casi nada. Se trata de nuestra sociedad, la sociedad contemporánea.
b.- Forman la segunda clase -o más bien la formaban- las
sociedades en que el rito acompaña y, en alguna medida, duplica todas las
instituciones. Es en este caso cuando el rito parece algo sobreañadido a
instituciones que no tienen ninguna necesidad de él. Las sociedades antiguas y,
en otro sentido, la sociedad medieval pertenecen a esta clase, que es la
erróneamente concebida como universal por el racionalismo, y de la que ha
surgido la tesis de lo religioso parasitario.
c.- Y, por fin, la tercera clase está constituida por sociedades "muy arcaicas", que carecen de instituciones propiamente dichas y sólo tienen ritos, los cuales ocupan el lugar de aquellas.
Los antiguos etnólogos consideraban a las
sociedades arcaicas las menos evolucionadas, las más cercanas a los orígenes. Y
lo cierto es que, pese a todo lo que se ha dicho para desacreditar esta tesis,
tiene a su favor el sentido común. Aunque no puede adoptarse sin que, de modo
irresistible, uno acabe pensando que el sacrificio no sólo desempeñó un papel
esencial en las primeras edades de la humanidad, sino que incluso podría constituir
el motor de todo lo que nos parece específicamente humano en el hombre, de todo
lo que le distingue de los animales, de todo lo que le permite sustituir el
instinto animal por el deseo propiamente humano: ‘el deseo mimético’. Si
la evolución humana consiste, entre otras cosas, en la adquisición del deseo
mimético, es obvio que los hombres no pueden prescindir, para empezar, de las
instituciones sacrificiales que refrenan y moderan el tipo de conflicto
inseparable de la hominización.
En las sociedades exclusivamente rituales,
como muchos observadores han señalado, las secuencias rituales, sacrificiales,
desempeñan hasta cierto punto, el papel que más tarde corresponderá a esas
instituciones que solemos definir a partir de su función racionalmente
concebida.
Sólo un ejemplo: los sistemas de
educación. Aunque en el mundo arcaico no existan, los ritos llamados de paso o
de iniciación desempeñan un papel que prefigura ya el de esos sistemas. Los
jóvenes no se deslizan a escondidas en sus propias culturas, sino que se
introducen en ellas por medio de procedimientos siempre solemnes, ya que son
asunto de la comunidad entera. Esos ritos, que suelen llamarse de
"paso", o de "iniciación", suponen pruebas, a menudo
penosas, que recuerdan en gran medida nuestros exámenes de ingreso o
selectividad. La observación de esas analogías no entraña ninguna dificultad.
Los ritos de paso o de iniciación se
basan, como todos los ritos, en el sacrificio, en la idea de que cualquier
cambio radical constituye una especie de resurrección enraizada en la muerte
que la precede y es la única forma de poner de nuevo en marcha la potencia
vital.
En la primera fase, la de la
"crisis", los postulantes mueren, por así decirlo, junto con su
infancia, y en la segunda resucitan, capaces ahora de ocupar el lugar que les
correspondía en el mundo de los adultos. En ciertas comunidades, de cuando en
cuando, ocurría que uno de los postulantes no resucitaba, no salía vivo de la
prueba ritual, lo que se consideraba un buen augurio para los demás
postulantes. Se veía en esa muerte un refuerzo providencial de la dimensión
sacrificial del proceso iniciático.
Decir que esos ritos
"sustituyen" a nuestros sistemas de educación y otras instituciones
es como poner el carro delante de los bueyes. Pues, evidentemente, son las
instituciones modernas lo que sustituye a los ritos tras haber coexistido
durante largo tiempo con ellos.
Todo indica que los ritos sacrificiales
son los primeros en todos los ámbitos, en toda la historia real de la
humanidad. Hay ritos de ejecución capital -la lapidación del Levítico, por
ejemplo-, ritos de muerte y nacimiento, ritos matrimoniales, ritos de caza y
pesca en las sociedades que practican esas actividades, ritos agrícolas en las
sociedades que se dedican a la agricultura, etcétera.
Todo lo que llamamos nuestras
"instituciones culturales" debe relacionarse en sus orígenes con
comportamientos rituales tan pulidos por los años que pierden sus connotaciones
religiosas y se definen entonces con relación al tipo de "crisis" que
están destinados a resolver.
A fuerza de repetirse, los ritos se
modifican y se transforman en prácticas que parecen elaboradas exclusivamente
por la razón humana cuando, en realidad, se derivan de lo religioso. Por
supuesto, los ritos aparecen siempre en el momento oportuno allí donde hay una
crisis que resolver. Para empezar, los sacrificios no son otra cosa que la
resolución espontánea, mediante la violencia unánime, de crisis que se
presentan de manera inopinada en la existencia colectiva.
Crisis que no consisten sólo en discordias
miméticas, sino que conciernen también a la muerte y el nacimiento, a los
cambios de estación, a las hambrunas, a los desastres de todo tipo y mil cosas
más que, con razón o sin ella, inquietan a los pueblos arcaicos. Y siempre las
comunidades recurren al sacrificio para calmar sus angustias.
René Girard, Veo a Satán caer como el
relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.
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