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lunes, 18 de enero de 2021

CONCLUSIÓN.- (B) (80)


CONCLUSIÓN.- (B) (80)

La palabra evangélica es la única que verdaderamente se plantea el problema de la violencia humana. En las demás reflexiones sobre el hombre la cuestión de la violencia es resuelta antes incluso de plantearse. O bien se la considera divina, y entonces es cosa de mitos, o bien se atribuye a la naturaleza humana, y en tal caso se trata de biología, o bien queda reservada para ciertos hombres -que constituyen entonces excelentes chivos expiatorios-, en cuyo caso se trata de ideologías, o bien, en fin, se la considera demasiado accidental e imprevisible para que el saber humano la tenga en cuenta: nuestra buena y vieja filosofía de la Ilustración.

Ante José, por el contrario, ante Job, ante Jesús, ante Juan Bautista y ante una infinidad de víctimas más, uno se pregunta: ¿por qué tantos inocentes expulsados y asesinados por las masas enloquecidas, por qué tantas comunidades fuera de sí?

La revolución cristiana no sólo ilumina todo lo que viene antes de ella, mitos y rituales, sino también todo lo que viene después, la historia que estamos forjando, la descomposición cada vez más completa de lo sagrado arcaico, la apertura a un futuro mundializado, cada vez más liberado de las antiguas servidumbres, pero, por eso mismo, privado de toda protección sacrificial.

El saber que nuestra violencia, gracias a nuestra tradición religiosa, adquiere de sí misma no elimina los fenómenos de chivo expiatorio, pero los debilita lo suficiente para reducir cada vez más su eficacia. Éste es el verdadero sentido de la espera apocalíptica’ en la historia cristiana, espera cuyo fundamento no tiene nada de irracional. Su racionalidad, al contrario, aparece inscrita cada día más profundamente en los datos concretos de la historia contemporánea -las cuestiones de armamento, ecología, población, etcétera-.

El tema apocalíptico ocupa un lugar importante en el Nuevo Testamento. Lejos de ser el restablecimiento mecánico de preocupaciones judaicas carentes de actualidad en nuestro mundo, [como pensaba Albert Schweitzer y sigue hoy afirmándose], este tema forma parte del mensaje cristiano. No darse cuenta de ello equivale a amputar de ese mensaje algo esencial, destruir su unidad.

Los análisis anteriores desembocan en una interpretación puramente antropológica y racional de dicho tema, una interpretación que en absoluto lo ridiculiza, sino que, al contrario, justifica su existencia, como todas las interpretaciones a la vez desmitificadoras y cristianas de la presente obra.

Al revelar el secreto del Príncipe de este mundo, al desvelar la verdad de los apasionamientos miméticos y los mecanismos victimarios, los relatos de la Pasión subvierten el origen del orden humano. Las tinieblas de Satán no son ya lo bastante espesas para disimular la inocencia de las víctimas que, por eso mismo, resultan cada vez menos catárticas. Ya no es posible "purgar" o "purificar" verdaderamente a las comunidades de su violencia.

Satán no puede ya expulsar sus propios desórdenes basándose en el mecanismo victimario. Satán no puede ya expulsar a Satán. De lo que no hay que deducir que los hombres se vean por ello inmediatamente liberados de su hoy decaído príncipe.

En el Evangelio de Lucas, Cristo ve a Satán "caer del cielo como el relámpago" Es evidente que cae sobre la tierra y que no permanecerá inactivo. Lo que Jesús anuncia no es el fin inmediato de Satán, o, al menos, todavía no, sino el fin de su mentirosa trascendencia, de su poder de restablecer el orden.

Para expresar las consecuencias de la revelación cristiana, el Nuevo Testamento dispone de toda una serie de metáforas. De Satán cabe decir, repito, que no puede ya expulsarse a sí mismo. Y también que no puede ya "encadenarse", lo que, en el fondo, es lo mismo. Como sus días están contados, Satán los aprovecha al máximo y, muy literalmente, se desencadena.

El cristianismo extiende el campo de una libertad que individuos y comunidades utilizan como gustan, a veces bien, a menudo mal. El mal uso de la libertad contradice, por supuesto, las aspiraciones de Jesús respecto a la humanidad. Pero si Dios no respetara la libertad de los hombres, si se impusiera a ellos por la fuerza, o incluso por el prestigio, por el contagio mimético, en suma, no se distinguiría de Satán.

No es Jesús quien rechaza el Reino de Dios, sino que son los hombres, incluidos muchos de los que se creen no violentos, simplemente porque se benefician al máximo de la protección de las potestades y los principados y no hacen nunca uso de la fuerza.

Jesús distingue dos clases de paz. La primera es la que él propone a la humanidad. Por simples que sean sus reglas, esa paz "sobrepasa el entendimiento humano" por la sencilla razón de que la única paz que conocemos es la tregua de los chivos expiatorios, "la paz tal como la ofrece el mundo". Es la paz de las potestades y los principados, siempre más o menos "satánica". Es la paz de la que la revelación evangélica nos priva cada vez más.

Cristo no puede traer a los hombres la paz verdaderamente divina sin privarnos antes de la única paz de que disponemos. Tal es el proceso histórico, por fuerza temible, que estamos viviendo.

René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.

 

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