CONCLUSIÓN.-
(B) (80)
La palabra evangélica es la única que
verdaderamente se plantea el problema de la violencia humana. En las demás
reflexiones sobre el hombre la cuestión de la violencia es resuelta antes
incluso de plantearse. O bien se la considera divina, y entonces es cosa de
mitos, o bien se atribuye a la naturaleza humana, y en tal caso se trata de
biología, o bien queda reservada para ciertos hombres -que constituyen entonces
excelentes chivos expiatorios-, en cuyo caso se trata de ideologías, o bien, en
fin, se la considera demasiado accidental e imprevisible para que el saber
humano la tenga en cuenta: nuestra buena y vieja filosofía de la Ilustración.
Ante José, por el contrario, ante Job,
ante Jesús, ante Juan Bautista y ante una infinidad de víctimas más, uno se
pregunta: ¿por qué tantos inocentes expulsados y asesinados por las masas
enloquecidas, por qué tantas comunidades fuera de sí?
La revolución cristiana no sólo ilumina
todo lo que viene antes de ella, mitos y rituales, sino también todo lo que
viene después, la historia que estamos forjando, la descomposición cada vez más
completa de lo sagrado arcaico, la apertura a un futuro mundializado, cada vez
más liberado de las antiguas servidumbres, pero, por eso mismo, privado de toda
protección sacrificial.
El saber que nuestra violencia, gracias a
nuestra tradición religiosa, adquiere de sí misma no elimina los fenómenos de
chivo expiatorio, pero los debilita lo suficiente para reducir cada vez más su
eficacia. Éste es el verdadero sentido de la espera ‘apocalíptica’ en la historia cristiana,
espera cuyo fundamento no tiene nada de irracional. Su racionalidad, al
contrario, aparece inscrita cada día más profundamente en los datos concretos
de la historia contemporánea -las cuestiones de armamento, ecología, población,
etcétera-.
El tema apocalíptico ocupa un lugar
importante en el Nuevo Testamento. Lejos de ser el restablecimiento mecánico de
preocupaciones judaicas carentes de actualidad en nuestro mundo, [como pensaba
Albert Schweitzer y sigue hoy afirmándose], este tema forma parte del mensaje
cristiano. No darse cuenta de ello equivale a amputar de ese mensaje algo
esencial, destruir su unidad.
Los análisis anteriores desembocan en una
interpretación puramente antropológica y racional de dicho tema, una
interpretación que en absoluto lo ridiculiza, sino que, al contrario, justifica
su existencia, como todas las interpretaciones a la vez desmitificadoras y
cristianas de la presente obra.
Al revelar el secreto del Príncipe de este
mundo, al desvelar la verdad de los apasionamientos miméticos y los mecanismos
victimarios, los relatos de la Pasión subvierten el origen del orden humano.
Las tinieblas de Satán no son ya lo bastante espesas para disimular la
inocencia de las víctimas que, por eso mismo, resultan cada vez menos
catárticas. Ya no es posible "purgar" o "purificar"
verdaderamente a las comunidades de su violencia.
Satán no puede ya expulsar sus propios
desórdenes basándose en el mecanismo victimario. Satán no puede ya expulsar a
Satán. De lo que no hay que deducir que los hombres se vean por ello
inmediatamente liberados de su hoy decaído príncipe.
En el Evangelio de Lucas, Cristo ve a
Satán "caer del cielo como el relámpago" Es evidente que cae sobre la
tierra y que no permanecerá inactivo. Lo que Jesús anuncia no es el fin
inmediato de Satán, o, al menos, todavía no, sino el fin de su mentirosa
trascendencia, de su poder de restablecer el orden.
Para expresar las consecuencias de la
revelación cristiana, el Nuevo Testamento dispone de toda una serie de
metáforas. De Satán cabe decir, repito, que no puede ya expulsarse a sí mismo.
Y también que no puede ya "encadenarse", lo que, en el fondo, es lo
mismo. Como sus días están contados, Satán los aprovecha al máximo y, muy literalmente,
se desencadena.
El cristianismo extiende el campo de una
libertad que individuos y comunidades utilizan como gustan, a veces bien, a
menudo mal. El mal uso de la libertad contradice, por supuesto, las
aspiraciones de Jesús respecto a la humanidad. Pero si Dios no respetara la
libertad de los hombres, si se impusiera a ellos por la fuerza, o incluso por
el prestigio, por el contagio mimético, en suma, no se distinguiría de Satán.
No es Jesús quien rechaza el Reino de
Dios, sino que son los hombres, incluidos muchos de los que se creen no
violentos, simplemente porque se benefician al máximo de la protección de las
potestades y los principados y no hacen nunca uso de la fuerza.
Jesús distingue dos clases de paz. La
primera es la que él propone a la humanidad. Por simples que sean sus reglas,
esa paz "sobrepasa el entendimiento humano" por la sencilla razón de
que la única paz que conocemos es la tregua de los chivos expiatorios, "la
paz tal como la ofrece el mundo". Es la paz de las potestades y los
principados, siempre más o menos "satánica". Es la paz de la que la
revelación evangélica nos priva cada vez más.
Cristo no puede traer a los hombres la paz
verdaderamente divina sin privarnos antes de la única paz de que disponemos.
Tal es el proceso histórico, por fuerza temible, que estamos viviendo.
René Girard, Veo a Satán caer como el
relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.
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