LA
MODERNA PREOCUPACIÓN POR LAS VÍCTIMAS.- (D) (72)
En lo que actualmente se llaman
"derechos humanos", lo esencial reside en comprender que todo
individuo o grupo de individuos puede convertirse en el "chivo
expiatorio" de su propia comunidad. Hacer hincapié en los derechos humanos
significa esforzarse en prevenir y encauzar los apasionamientos miméticos
incontrolables.
Presentimos, siquiera vagamente, la
posibilidad que tiene toda comunidad de perseguir a los suyos, bien
movilizándose de repente contra cualquier persona, en cualquier parte, en
cualquier momento, de cualquier forma, con cualquier pretexto, bien, lo que es
más frecuente, organizándose de forma permanente sobre las bases que favorecen a
unos a expensas de otros y perpetuando de esa manera durante siglos, milenios
incluso, formas injustas de vida social. La preocupación por las víctimas
intenta protegernos contra las innumerables modalidades del mecanismo
victimario.
El poder de transformación más eficaz no
es la violencia revolucionaria, sino la moderna preocupación por las víctimas.
Lo que informa esa preocupación, lo que la hace eficaz, es un saber verdadero
sobre la opresión y la persecución. Todo ocurre como si ese saber surgiera primero
muy calladamente y poco a poco, y en vista de sus primeros éxitos, se hubiera
ido envalentonando. Para resumir tal saber hay que volver a los análisis del
capítulo anterior; se trata de ese saber que distingue, en la expresión
"chivo expiatorio", la significación ritual y su moderno significado.
Un saber, en fin, que día a día se enriquece y que mañana se basará,
seguramente de forma explícita, en la lectura mimética de los relatos de
persecución.
La evolución que caóticamente resumo se
confunde con el esfuerzo de nuestras sociedades por eliminar las estructuras
permanentes de chivo expiatorio en que se basan, a medida que van tomando
conciencia de su realidad. Una transformación que se presenta como imperativo
moral. Sociedades que no veían antes la necesidad de transformarse, luego lo
han ido haciendo poco a poco, siempre en el mismo sentido, como respuesta al
deseo de reparar injusticias pasadas y fundar relaciones más
"humanas" entre los hombres.
Cada vez que se franquea una nueva etapa,
al principio siempre se encuentra una fuerte oposición por parte de los
privilegiados cuyos intereses se ven amenazados. Pero, una vez modificada la
situación, nunca los resultados son seriamente impugnados.
En los siglos XVIII y XIX se tomó
conciencia de que esta evolución estaba creando un conjunto de naciones tanto
más único en la historia humana cuanto que la transformación social y moral que
traía consigo venía acompañada de progresos técnicos y económicos asimismo sin
precedentes.
Una realidad, por supuesto, sólo advertida
por las clases privilegiadas, y que sería para ellas motivo de un orgullo e
insolencia tan extraordinarios que cabría, hasta cierto punto, considerar las
grandes catástrofes del siglo XX como el inevitable castigo de esa actitud.
Las sociedades antiguas eran comparables
entre sí, pero la nuestra es realmente única. Su superioridad en todos los
terrenos es tan aplastante, tan evidente, que, paradójicamente, está prohibido
mencionarla.
Una prohibición motivada por el temor a
una vuelta a ese orgullo tiránico, por el temor también, de humillar a las
sociedades que no forman parte del grupo privilegiado. Dicho con otras
palabras: una vez más, es la preocupación por las víctimas lo que origina
el silencio respecto a este tema.
Nuestra sociedad se acusa constantemente
de delitos y faltas de los que, ciertamente, es culpable en sentido absoluto,
pero inocente si la comparamos con los otros tipos de sociedad. Evidentemente,
seguimos siendo "etnocentristas". Pero no menos evidente resulta que,
de todas las sociedades, la nuestra es la que menos lo es. Somos nosotros
quienes inventamos esa preocupación hace ya cinco o seis siglos; el capítulo de
Montaigne sobre los "caníbales" da fe de ello. Y, para ser capaz de
semejante invención, había que ser menos etnocentrista que las demás
sociedades, tan exclusivamente preocupadas por sí mismas que hasta la propia
noción de etnocentrismo les resultaba ajena.
Nuestro mundo no ha inventado, desde
luego, la compasión, pero sí la ha universalizado. En las culturas arcaicas la
compasión se ejercía sólo en el seno de grupos extremadamente reducidos. La
frontera quedaba siempre señalada por las víctimas. Los mamíferos marcan su
territorio con sus propios excrementos, algo que durante mucho tiempo han
venido haciendo también los hombres con esa especial forma de excremento que
para ellos representan los chivos expiatorios.
René Girard, Veo a Satán caer como el
relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.
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