SINGULARIDAD
DE LA BIBLIA.- (C) (48)
En vez de abordar este problema
directamente, voy a dividirlo en dos fases ayudándome para ello del libro por
el que los auténticos cristianos sienten tanto apego como por el NT, ese que
llaman AT, la Biblia hebraica. Por razones tácticas que resultarán evidentes a
lo largo de lo que sigue, empezaré por la Biblia, un rodeo aparente que me llevará
al núcleo del problema.
Aquello que lo mítico y lo evangélico
tienen en común, el ciclo mimético, sólo parcialmente se encuentra en los
relatos bíblicos. Pues aunque la crisis mimética y la muerte de una víctima a
manos de la colectividad aparezcan también aquí, falta el tercer momento del
ciclo: la epifanía religiosa, la resurrección que revela la divinidad de esa
víctima.
En la Biblia hebraica, repito, sólo los
dos primeros momentos del ciclo están presentes. Es evidente que en este caso
las víctimas no resucitan jamás: nunca hay ni Dios victimizado ni víctima
divinizada.
Lo cual constituye una diferencia capital
en relación con el problema que nos ocupa. En el monoteísmo bíblico no cabe
suponer que lo divino surja de los procesos victimarios, mientras que en el
politeísmo arcaico son éstos los que, claramente, lo engendran.
Comparemos un gran relato bíblico, la
historia de José, con el más conocido de los mitos, el de Edipo. Los resultados
de esta comparación nos facilitarán el acceso al que para nosotros constituye
el problema esencial: la divinidad de Jesucristo en la religión cristiana.
Empecemos por verificar si los dos
primeros momentos del ciclo mimético -la crisis y la violencia colectiva-
aparecen efectivamente en esos textos.
Tanto el mito como el relato bíblico se
inician con la ‘infancia’ del
héroe que los protagoniza. En ambos casos esa primera parte consiste en una
crisis en el seno de las respectivas familias, solucionada con una violenta
expulsión de los héroes de su medio familiar cuando todavía son niños.
En el mito lo que precipita la crisis
entre los padres y su hijo recién nacido es un oráculo. La voz divina anuncia
que, un día u otro, Edipo matará a su padre y se casará con su madre.
Aterrorizados, Layo y Yocasta deciden dar muerte a su hijo. Edipo se libra en
el último momento de morir, pero es expulsado de su casa por su familia.
En el relato bíblico, lo que desencadena
la crisis son los celos de los diez hermanos de José. El punto de partida es
distinto, pero el resultado es el mismo. Sus diez hermanos quieren matarlo,
pero, finalmente, lo venden como esclavo a una caravana que pasa camino de
Egipto. Como Edipo, pues, José, se libra de la muerte, pero es expulsado
también por su familia.
Dos comienzos, por tanto, semejantes en lo
que no es difícil de reconocer lo que estamos esperando: una crisis mimética y
un mecanismo victimario. En ambos casos una comunidad que se une de forma
unánime contra uno de sus miembros, que es violentamente expulsado de ella.
En ambos relatos aparece un segundo
ejemplo de crisis, seguido, en el caso de Edipo, por una nueva expulsión.
Al resolver el enigma de la esfinge, Edipo
se salva del monstruo al tiempo que salva a toda la ciudad. Como recompensa,
Tebas le hace su rey. Pero ese triunfo no es definitivo. Algunos años después,
sin que nadie tenga conciencia de ello, incluido el principal interesado, las
previsiones del oráculo se cumplen. Edipo ha matado a su padre y se ha casado
con su madre. Para impedir a los tebanos que cobijen en su propia casa a un
hijo parricida e incestuoso, Apolo envía una peste que los obliga a expulsar a
Edipo por segunda vez.
Volvamos a José. Para salir adelante en
Egipto, este héroe explota el mismo talento que Edipo: la habilidad para
resolver enigmas. Interpreta primero el sueño de dos funcionarios reales y a
continuación el del propio faraón, el famoso sueño de las siete vacas gordas y
las siete vacas flacas. Su clarividencia lo saca de la cárcel (lo que equiparo
a una expulsión) y protege a Egipto de las consecuencias de la hambruna. El
faraón lo nombra su primer ministro. Y José, por su gran talento, se ve elevado
hasta la cima de la escala social, exactamente como Edipo.
Tanto Edipo como José, por sus expulsiones
iniciales, resultan siempre un poco sospechosos en su entorno, extranjeros en
el teatro de sus hazañas. Tebas en el caso de Edipo, y Egipto en el de José. En
las carreras de ambos héroes alternan las brillantes integraciones y las
expulsiones violentas. Así pues, las muchas y esenciales similitudes existentes
entre el mito y la historia bíblica se funden inseparablemente con esas
cuestiones que, como ya sabemos, constituyen un dato común a lo mítico y lo
bíblico. Se trata siempre de procesos miméticos de crisis y expulsiones
violentas, semejantes a los que aparecen en todos los textos que venimos
estudiando.
El mito y el relato bíblico están más
próximos entre sí, se asemejan mucho más, de lo que la mayor parte de los
lectores sospechan. ¿Quiere esto decir que nada esencial los separa? ¿Habría
entonces que considerarlos más o menos equivalentes? Todo lo contrario. El
descubrimiento del dato común permite justamente hallar entre ambos una
irreductible diferencia, una infranqueable sima.
El mito y la historia bíblica difieren
radicalmente en la decisiva cuestión planteada por la violencia colectiva, la
de su legitimidad o ilegitimidad. En el mito las expulsiones del héroe
están siempre justificadas. En el relato bíblico nunca. La violencia colectiva
es injustificable.
Layo y Yocasta tienen excelentes razones
para deshacerse de un hijo que, un día u otro, acabará asesinando a su
progenitor y casándose con su madre. También los tebanos tienen muy buenas
razones para deshacerse de su rey. Edipo no sólo ha cometido, efectivamente,
todas las infamias vaticinadas por el oráculo, sino que ha traído además la
peste a la ciudad...
En el mito la víctima siempre se
equivoca y sus perseguidores siempre tienen razón. En la Biblia ocurre lo
contrario: José tiene razón
la primera vez frente a sus hermanos y vuelve a tenerla dos veces seguidas
frente a los egipcios que lo encierran en la cárcel. Tiene razón frente a la
esposa lúbrica que lo acusa de haber intentado violarla. dado que el esposo de
esa mujer, y amo de José, Putifar, trata a su joven esclavo como a un verdadero
hijo, la acusación que pesa sobre José recuerda por su gravedad el incesto que
se reprocha a Edipo.
Se trata de una convergencia más de ambos
relatos que, como siempre, desemboca en la misma divergencia radical. Para los
universos míticos, y el universo moderno donde éstos se prolongan (el
psicoanálisis, por ejemplo), tales acusaciones son legítimas. Según ellos, todo
el mundo es más o menos culpable de parricidio e incesto, aunque sólo sea en el
nivel del deseo.
El relato bíblico se niega a tomar en
serio esta acusación. Reconoce en ella la acusación característica de las
multitudes histéricas frente a quienes, por un quítame allá esas pajas,
convierten en sus víctimas. José no se ha acostado con la mujer de Putifar. Más
aún: ha resistido heroicamente sus insinuaciones. La culpables es ella, y, tras
ella, la masa egipcia, dócil rebaño mimético que embiste ciegamente hasta la
expulsión de jóvenes inmigrantes aislados e impotentes.
La relación de los dos héroes con las dos
plagas que se abaten sobre sus respectivos países adoptivos repite y resume
tanto las convergencias múltiples de los dos textos, como su sola, pero
absolutamente decisiva, divergencia. Edipo es responsable de la peste y frente
a ella no puede hacer otra cosa que dejarse expulsar. José no sólo es inocente
respecto a la hambruna, sino que administra con tanta habilidad la crisis, que
protege a Egipto de sus nocivos efectos.
Pero la cuestión planteada es la misma. ¿Merece
el héroe ser expulsado? El mito responde siempre "sí", y el relato
bíblico responde "no, no y no". La carrera de Edipo concluye
con una expulsión cuyo carácter definitivo confirma su culpabilidad. La de José
termina con un triunfo cuyo carácter definitivo confirma su inocencia.
La naturaleza sistemática de la
oposición entre el mito y el relato bíblico indica que éste obedece a una
inspiración antimitológica.
Una inspiración que dice sobre los mitos algo esencial y que en la perspectiva
adoptada por el relato resulta invisible. Los mitos condenan siempre a víctimas
carentes de apoyo y universalmente aplastadas. Víctimas de masas exaltadas,
incapaces de descubrir y criticar su propia tendencia a expulsar y asesinar a
seres indefensos, chivos expiatorios considerados por ellas culpables de
delitos que responden siempre a idénticos estereotipos: parricidios, incestos,
bestiales fornicaciones y otras horrendas fechorías cuya constante e
inverosímil recurrencia denota su absurdidad.
René Girard, Veo a Satán caer como el
relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.
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