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martes, 19 de enero de 2021

PRINCIPADOS Y POTESTADES.- (C) (44)

POTESTADES Y PRINCIPADOS.- (C) (44)

El Imperio Romano es una potestad. E incluso la potestad por excelencia en el mundo donde surge el cristianismo. Debe, por tanto, basarse en un asesinato fundador, un asesinato colectivo semejante al de la Pasión, una especie de linchamiento. A primera vista, esta doctrina parece absurda, inverosímil. El Imperio es una creación demasiado reciente y demasiado artificial, se dice uno, para que pueda asemejarse a un asunto tan arcaico como nuestro "asesinato fundador".

Y, sin embargo..., conocemos bastante bien el desarrollo histórico que condujo a la fundación del Imperio Romano, y estamos obligados a reconocer que coincide absolutamente con la idea evangélica de esta clase de fundaciones.

Todos los sucesivos emperadores basan su autoridad en la virtud sacrificial que emana de una divinidad cuyo nombre llevan: el primer César, asesinado por un grupo de patricios. Como cualquier otra monarquía sagrada, el Imperio descansa en una víctima colectiva divinizada. Algo tan asombroso, tan extraordinario, que resulta imposible interpretarlo sólo como una pura coincidencia. Shakespeare, hombre avisado en este terreno, se negó a verlo así.

En lugar de minimizar este dato fundador y no ver en él más que a una mediocre propaganda política, como hacen tantos historiadores modernos, el dramaturgo inglés, seguramente por su aguda conciencia de los procesos miméticos y la manera en que éstos se resuelven, y también por ser un lector extraordinariamente perspicaz de la Biblia, centró su Julio César’ en el asesinato del héroe y definió de manera muy explícita las virtudes fundadoras y sacrificiales de un acontecimiento que asocia y opone a su contrapartida republicana la violenta expulsión del último rey de Roma.

Uno de los pasajes más reveladores es la explicación del siniestro sueño que tiene César la noche anterior a su asesinato; el intérprete anuncia explícitamente el carácter fundador, o, más bien, refundador, de este episodio.

«Vuestra estatua manando por cien caños sangre y en la que tantos romanos sonriendo se bañan significa que la gran Roma de vos recibirá regeneradora sangre que ilustres hombres recogerán con premura para teñir con ella emblemas y reliquias (Acto II, escena II, 85-89)».

El culto al emperador es una repetición del antiguo esquema del asesinato fundador. Cierto que la doctrina imperial es tardía, y, seguramente, demasiado consciente de sí misma para que no suponga algún artificio. Pero quienes la concibieron sabían muy bien lo que hacían. Y su obra no tenía los pies de barro: la historia subsiguiente lo demuestra.

René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.

 

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