INTRODUCCIÓN.-
(B) (2)
Pese
a su exaltación, el comparatismo de los viejos etnólogos no ha llegado a
superar nunca el estadio impresionista. Nuestra época postcolonial, tanto por
razones de moda intelectual como por oportunismo político, ha sustituido la
frenética búsqueda de semejanzas por una glorificación, no menos frenética, de
las diferencias. Un cambio a primera vista considerable, pero que, en realidad,
carece de importancia. Pues de los millares y millares de briznas de hierba de
una pradera podría afirmarse con igual razón que todas son iguales o que todas
son diferentes. Las dos fórmulas son equivalentes.
El
"pluralismo", el "multiculturalismo" y las demás recientes
variaciones del relativismo moderno, aunque en el fondo no se contradicen con
los viejos etnólogos comparatistas, hacen inútiles las negaciones brutales del
pasado. Cuesta poco entusiasmarse con la "originalidad" y la
"creatividad" de todas las culturas y todas las religiones.
Hoy,
como ayer, la mayoría de nuestros contemporáneos percibe la equiparación del
cristianismo con el mito como una evolución irresistible por cuanto se
considera propia de la única clase de saber que nuestro mundo aún respeta: la
ciencia. Aunque la naturaleza mítica de los evangelios no esté todavía ‘cien-tí-fi-men-te’
demostrada, un día u otro, se afirma, lo estará.
Pero ¿todo esto es realmente cierto?
No
sólo no es cierto, sino que lo cierto es que no lo es. La equiparación de los
textos bíblicos y cristianos con mitos es un error fácil de refutar. El
carácter irreductible de la diferencia judeocristiana puede demostrarse. Y es
esa demostración lo que constituye la materia esencial de este libro.
Al
oír la palabra "demostración", todo el mundo da un salto hasta el
techo, y los cristianos aún con más celeridad que los ateos. En ningún caso, se
dice, los principios de la fe podrían ser objeto de una demostración.
¿Quién
habla aquí de fe religiosa? El objeto de mi demostración no tiene nada que ver
con los principios de la fe cristiana, de manera directa, al menos. Mi
razonamiento trata sobre datos puramente humanos, procede de la antropología
religiosa y no de la teología. Se basa en el sentido común y apela sólo a
evidencias manifiestas.
Para
empezar, habrá que volver, si no al viejo ‘método comparativo’, sí, al menos, a la idea de comparación. Pues
lo que los pasados fracasos han demostrado no es la insuficiencia del principio
comparatista, sino la de su utilización en sentido único que han venido
haciendo los viejos etnólogos antirreligiosos durante el viraje del siglo XIX
al XX.
A
causa de su hostilidad hacia el cristianismo, esos investigadores se basaban de
modo exclusivo en los mitos, a los que trataban como objetos conocidos, y se
esforzaban por reducir a objetos de esa clase unos evangelios supuestamente
desconocidos, al menos, por quienes los consideraban verdaderos. Si los
creyentes hubieran hecho un uso correcto de su razón, se decía, habrían
reconocido la naturaleza mítica de su creencia.
Este
método presuponía un dominio de la mitología que, en realidad, esos etnólogos
no tenían. Y, en consecuencia eran incapaces de definir con precisión lo que
entendían por mítico.
Para evitar este callejón sin salida, hay que proceder a la inversa y partir de
la Biblia y los evangelios. No se trata de favorecer la tradición
judeocristiana y considerar en principio su singularidad como algo demostrado,
sino, al contrario, de precisar de entrada todas las semejanzas entre lo
mítico, por un lado, y lo bíblico y evangélico, por otro. Mediante una serie de
análisis de textos bíblicos y cristianos, en la primera parte de este ensayo
(capítulos I-III), y de mitos, en la segunda (IV-VIII), intento demostrar que,
tras todas las aproximaciones y equiparaciones, existe algo más que un
barrunto: hay una realidad extratextual. Hay un "referente", como
dicen los lingüistas, que más o menos es siempre el mismo, un idéntico proceso
colectivo, un fenómeno de masas específico, una oleada de violencia mimética y
unánime que se da en las comunidades arcaicas cuando un determinado tipo de
crisis social llega a su paroxismo. Si realmente es unánime, esta violencia
pone fin a la crisis que la precede al reconciliar a la comunidad y hacer que
se enfrente a una víctima única y no pertinente, la clase de víctima que
solemos llamar "chivo expiatorio".
(René
Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.)
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