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jueves, 21 de enero de 2021

INTRODUCCIÓN.- (B) (2)

INTRODUCCIÓN.- (B) (2)

Pese a su exaltación, el comparatismo de los viejos etnólogos no ha llegado a superar nunca el estadio impresionista. Nuestra época postcolonial, tanto por razones de moda intelectual como por oportunismo político, ha sustituido la frenética búsqueda de semejanzas por una glorificación, no menos frenética, de las diferencias. Un cambio a primera vista considerable, pero que, en realidad, carece de importancia. Pues de los millares y millares de briznas de hierba de una pradera podría afirmarse con igual razón que todas son iguales o que todas son diferentes. Las dos fórmulas son equivalentes.

El "pluralismo", el "multiculturalismo" y las demás recientes variaciones del relativismo moderno, aunque en el fondo no se contradicen con los viejos etnólogos comparatistas, hacen inútiles las negaciones brutales del pasado. Cuesta poco entusiasmarse con la "originalidad" y la "creatividad" de todas las culturas y todas las religiones.

Hoy, como ayer, la mayoría de nuestros contemporáneos percibe la equiparación del cristianismo con el mito como una evolución irresistible por cuanto se considera propia de la única clase de saber que nuestro mundo aún respeta: la ciencia. Aunque la naturaleza mítica de los evangelios no esté todavía ‘cien-tí-fi-men-te’ demostrada, un día u otro, se afirma, lo estará.

Pero ¿todo esto es realmente cierto?

No sólo no es cierto, sino que lo cierto es que no lo es. La equiparación de los textos bíblicos y cristianos con mitos es un error fácil de refutar. El carácter irreductible de la diferencia judeocristiana puede demostrarse. Y es esa demostración lo que constituye la materia esencial de este libro.

Al oír la palabra "demostración", todo el mundo da un salto hasta el techo, y los cristianos aún con más celeridad que los ateos. En ningún caso, se dice, los principios de la fe podrían ser objeto de una demostración.

¿Quién habla aquí de fe religiosa? El objeto de mi demostración no tiene nada que ver con los principios de la fe cristiana, de manera directa, al menos. Mi razonamiento trata sobre datos puramente humanos, procede de la antropología religiosa y no de la teología. Se basa en el sentido común y apela sólo a evidencias manifiestas.

Para empezar, habrá que volver, si no al viejo método comparativo’, sí, al menos, a la idea de comparación. Pues lo que los pasados fracasos han demostrado no es la insuficiencia del principio comparatista, sino la de su utilización en sentido único que han venido haciendo los viejos etnólogos antirreligiosos durante el viraje del siglo XIX al XX.

A causa de su hostilidad hacia el cristianismo, esos investigadores se basaban de modo exclusivo en los mitos, a los que trataban como objetos conocidos, y se esforzaban por reducir a objetos de esa clase unos evangelios supuestamente desconocidos, al menos, por quienes los consideraban verdaderos. Si los creyentes hubieran hecho un uso correcto de su razón, se decía, habrían reconocido la naturaleza mítica de su creencia.

Este método presuponía un dominio de la mitología que, en realidad, esos etnólogos no tenían. Y, en consecuencia eran incapaces de definir con precisión lo que entendían por mítico.
Para evitar este callejón sin salida, hay que proceder a la inversa y partir de la Biblia y los evangelios. No se trata de favorecer la tradición judeocristiana y considerar en principio su singularidad como algo demostrado, sino, al contrario, de precisar de entrada todas las semejanzas entre lo mítico, por un lado, y lo bíblico y evangélico, por otro. Mediante una serie de análisis de textos bíblicos y cristianos, en la primera parte de este ensayo (capítulos I-III), y de mitos, en la segunda (IV-VIII), intento demostrar que, tras todas las aproximaciones y equiparaciones, existe algo más que un barrunto: hay una realidad extratextual. Hay un "referente", como dicen los lingüistas, que más o menos es siempre el mismo, un idéntico proceso colectivo, un fenómeno de masas específico, una oleada de violencia mimética y unánime que se da en las comunidades arcaicas cuando un determinado tipo de crisis social llega a su paroxismo. Si realmente es unánime, esta violencia pone fin a la crisis que la precede al reconciliar a la comunidad y hacer que se enfrente a una víctima única y no pertinente, la clase de víctima que solemos llamar "chivo expiatorio".

(René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.)

 

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