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martes, 19 de enero de 2021

EL TRIUNFO DE LA CRUZ.- (C) (62)

EL TRIUNFO DE LA CRUZ.- (C) (62)    

Para comprender la diferencia entre la mitología y los evangelios, entre el ocultamiento mítico y la revelación cristiana, hay, pues, que dejar de confundir la representación con la cosa representada.

Muchos exegetas piensan que cuando algo aparece representado en un texto, ese texto queda, en alguna medida sometido a su propia representación. Y creen por eso que los evangelios tienen que estar necesariamente dominados por ese mecanismo victimario del que vengo hablando una y otra vez, pues es precisamente ahí, y no en otro lugar, donde éste resulta realmente visible. Al contrario, y puesto que en la mitología ese mecanismo no aparece nunca representado ni hay indicio explícito alguno de su presencia, se piensa que allí está ausente.

Hay quien se extraña ante mi afirmación de que el asesinato colectivo es esencial para la génesis de los mitos, y que, al contrario, nada tiene que decirnos sobre la de los evangelios.

El asesinato colectivo, o mecanismo victimario, tiene todo que decirnos sobre la génesis de unos textos que no lo representan y no pueden, justamente, representarlo por cuanto él es su base real, por cuanto él constituye su principio generador. Esos textos son los mitos.

Los exegetas se engañan por esa tendencia nuestra a deducir demasiado precipitadamente que los textos donde se consigna la violencia colectiva son textos violentos y cuya violencia tenemos la obligación de denunciar.

Por influencia de Nietzsche, nuestra mente tiende a funcionar con arreglo al principio de que "cuando el río suena, agua lleva", tan mistificador como quepa imaginar en el caso que nos ocupa. Tratan la revelación judeocristiana como si fuera una especie de síntoma freudiano o nietzscheano en el sentido de "moral de esclavos". Y consideran, por ejemplo, la revelación del mecanismo victimario como algo surgido de un resentimiento, sin preguntarse nunca si esa revelación, casualmente, no estaría justificada.

Es precisamente ahí donde no está representado, y por el hecho mismo de no estarlo’, donde el apasionamiento mimético puede desempeñar un papel generador. A partir del momento en que la comunidad en su conjunto ha sucumbido al contagio mimético, todo lo que diga es algo que el mimetismo violento dice por ella, es el mimetismo el que afirma la culpabilidad de la víctima y la inocencia de los perseguidores. No es ya realmente esa comunidad la que habla, sino aquel a quien los evangelios llaman el acusador: Satán.

Los exegetas falsamente científicos no se dan cuenta de que lo judaico y lo cristiano constituyen las primeras representaciones reveladoras y liberadoras respecto a una violencia que está ahí desde siempre, pero que, hasta lo bíblico, quedaba oculta en la infraestructura mitológica.

Por influencia de Nietzsche y Freud, buscan de entrada en esos textos, cuya verosimilitud niegan sin ninguna prueba, los indicios de un "complejo de persecución" que sufriría en su conjunto lo judeocristiano y que, al contrario, no afectaría en absoluto a la mitología.

La prueba de que todo esto es absurdo es la soberbia indiferencia, el total desprecio, de que la mitología hace gala respecto a cuanto sugiera una posible violencia de los fuertes contra los débiles, las mayorías contra las minorías, los sanos contra los enfermos, los normales contra los anormales, los autóctonos contra los extranjeros, etc.

La confianza moderna en los mitos resulta en nuestros días tanto más extraña cuanto que nuestros contemporáneos se muestran tremendamente suspicaces respecto a su propia sociedad, en la que ven por todas partes víctimas ocultas, salvo allí donde realmente las hay, en los mitos, que ellos no contemplan nunca con mirada realmente crítica.

Por influencia, como siempre, de Nietzsche, los pensadores modernos se han acostumbrado a considerar los mitos como textos amables, simpáticos, alegres, muy superiores a la Escritura judeocristiana, dominada, no por un legítimo deseo de justicia y verdad, sino por una mórbida sospecha...

Una vez aceptada esta visión -y en el mundo actual más o menos la aceptan todos-, se da por hecho sin la menor duda la aparente ausencia de violencia en los mitos, o la transfiguración estética de esa violencia. Y, al contrario, se piensa que lo judaico y los cristiano están demasiado preocupados por las persecuciones para no mantener con ellas una turbia relación que sugiere su culpabilidad.

Para percibir el malentendido en toda su enormidad, hay que transponerlo en un asunto de víctima injustamente condenada, un asunto tan claro hoy día que excluya cualquier malentendido.

En la época en que el capitán Dreyfus, condenado por un delito que no había cometido, purgaba su pena en el último rincón del mundo, en un bando estaban los "antidreyfusistas", muy numerosos y la mar de tranquilos y satisfechos, puesto que contaban con su visión colectiva y de verla justamente castigada.

En el otro lado estaban los defensores de Dreyfus, poco numerosos al principio y durante mucho tiempo considerados traidores patentes o, en el mejor de los casos, descontentos profesionales, verdaderos obsesos siempre ocupados en rumiar todo tipo de recelos y sospechas sin ningún fundamento para quienes estaban a su alrededor. Y cuyo comportamiento en pro de Dreyfus se debía exclusivamente a su temperamento mórbido o a sus prejuicios políticos.

En realidad, el antidreyfusismo era un verdadero mito, una acusación falsa universalmente tenida por verdadera y sustentada por un contagio mimético tan exaltado por el prejuicio antisemita que durante años nada logró quebrarlo.

Creo que quienes celebran la "inocencia" de los mitos, su alegría de vivir, su buena salud, y oponen todo eso a la enfermiza sospecha propia de la Biblia y los Evangelios, cometen el mismo error que quienes ayer optaban por el antidreyfusismo frente al dreyfusismo. Y esto es lo que entonces proclamó un escritor llamado Charles Péguy.

Si los dreyfusistas no hubieran luchado para imponer sus puntos de vista, si no hubieran sufrido -al menos algunos de ellos- persecución por la verdad, si hubieran admitido, como se hace en nuestros días, que el hecho de creer en una verdad absoluta constituye en sí mismo el verdadero pecado contra el espíritu, Dreyfus no habría sido nunca rehabilitado y habría triunfado la mentira.

Si admiramos esos mitos que no ven víctimas por ninguna parte y condenamos la Biblia y los Evangelios, que, al contrario, las ven por todas partes, renovamos el engaño de quienes, en el época heroica de Dreyfus, se negaban a considerar la posibilidad de un error judicial. Los dreyfusistas hicieron triunfar con gran trabajo una verdad tan absoluta, intransigente y dogmática como la de José en su oposición a la violencia mitológica. 

René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama. 

 

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