VIII.-
POTESTADES Y PRINCIPADOS
POTESTADES
Y PRINCIPADOS.- (A) (42)
El capítulo anterior nos ha mostrado que
la Biblia y los evangelios coinciden esencialmente con los mitos en atribuir la
fundación y desarrollo de las sociedades humanas a los efectos acumulativos de
los "mecanismos victimarios" y los ritos sacrificiales.
Por su origen violento, ‘satánico’ o ‘diabólico’, los Estados soberanos en cuyo seno surge el
cristianismo son objeto, por parte de los cristianos, de una gran desconfianza.
De ahí que, para nombrarlos, en lugar de recurrir a sus nombres habituales, en
lugar de hablar, por ejemplo, del Imperio Romano o de la Tetrarquía herodiana,
el Nuevo Testamento suela recurrir a un vocabulario específico, el de las
"potestades y principados".
Si se analizan los textos evangélicos y
neotestamentarios donde se habla de las potestades, se observa que, de manera
implícita o explícita, éstas aparecen asociadas al tipo de violencia colectiva
del que reiteradamente vengo hablando, algo muy comprensible si mi tesis es
exacta: ‘esa violencia constituye el mecanismo fundador de los Estados
soberanos’.
Al principio de los Hechos de los
Apóstoles, Pedro aplica a la Pasión una frase inspirada en el segundo salmo: "Todos los reyes de la tierra se han
unido para que perezca el ungido del Señor, el Mesías enviado por Dios".
Cita de la que no hay que deducir que Pedro tome al pie de la letra la idea de
una participación de "todos los reyes de este mundo" en la
crucifixión. Sabe muy bien que la Pasión no ha atraído la atención del mundo
entero, hasta ese momento, al menos. No exagera la relevancia del suceso en el
sentido histórico. La cita significa que, con independencia de lo sucedido,
seguramente de importancia menor, Pedro descubre la existencia de una relación
muy especial entre la Cruz y las potestades en general, por cuanto éstas tienen
sus raíces en asesinatos colectivos semejantes al de Jesús.
Sin ser lo mismo que Satán, todas las
potencias son tributarias suyas, pues todas son tributarias de los falsos
dioses engendrados por él, es decir, por el asesinato fundador. No se trata
aquí, por tanto, de religión en el sentido puramente individual que tiene para
los modernos, no se trata de la creencia estrictamente personal a la que el
mundo moderno intenta esforzadamente reducir lo religioso. De lo que se trata
es de los fenómenos sociales nacidos del asesinato fundador.
El sistema de potestades, con Satán tras
él, constituye un fenómeno material, positivo y al mismo tiempo espiritual,
religioso en un sentido muy especial, a la vez eficaz e ilusorio. Lo que
protege a los hombres de la violencia y el caos por medio de los ritos
sacrificiales es lo religioso ilusorio. Un sistema que arraiga en una
ilusión, sí, pero cuya acción en el mundo es real en la medida en que la falsa
trascendencia puede hacerse obedecer.
Lo asombroso es el gran número de nombres
que los autores del NT inventan para designar esas equívocas entidades. Tan
pronto se las llama "de este mundo" como, al contrario, potestades
"celestes", o bien "soberanías", "potencias",
"tronos", "dominaciones", "príncipes del imperio del
aire", "elementos del mundo", "arcontes",
"reyes", "príncipes de este mundo", etcétera.
¿Por qué un vocabulario tan amplio y,
aparentemente, tan heterogéneo? Enseguida se observa, al analizar esos nombres,
que se dividen en dos grupos. Expresiones como "potestades de este
mundo", "reyes de la tierra",
"principados", etcétera, afirman el carácter terrenal de las
potencias, su realidad concreta, aquí, en nuestro mundo. Mientras que
expresiones como "príncipes del imperio del aire", "potestades celestes", etcétera, insisten, por el contrario, en la
naturaleza no terrenal, sino espiritual, de esas entidades.
Ahora bien, en ambos casos se trata de unas
mismas entidades. Las potestades llamadas celestes no se distinguen en nada de
las potencias de este mundo. ¿Por qué, entonces, esos dos grupos de
designaciones? ¿Quizá porque los autores del NT no saben exactamente qué
quieren decir? Creo, al contrario, que si oscilan de manera constante entre las
dos terminologías es justamente porque sí lo saben, y muy bien.
Esos autores tienen una conciencia muy
clara de la doble y ambigua naturaleza de lo que hablan. E intentan definir
esas combinaciones de potencia material y espiritual en que consisten las
soberanías enraizadas en el asesinato colectivo.
Realidad compleja, dichos autores querrían
designarla de la forma más rápida y menos complicada posible. Y de ahí, creo,
esa multiplicación de fórmulas: porque los resultados que consiguen no les
acaban de satisfacer.
Decir de las potestades que son mundanas es
insistir en su realidad concreta en este bajo mundo. Es, ciertamente, subrayar
una dimensión esencial, pero en detrimento de la otra, la religiosa, que, si
bien ilusoria, tiene, repito, efectos demasiado reales para que puedan ser
escamoteados.
Al contrario, decir de las potestades que
son "celestes" es insistir en su dimensión religiosa, en el prestigio
siempre un tanto sobrenatural de que gozan los tronos y los soberanos entre los
hombres, incluso en nuestros días. Algo que puede observarse en el evidente
espíritu cortesano que reina en torno a nuestros gobiernos, por más que éstos
sean bien poca cosa. Así, este segundo vocabulario elimina indefectiblemente
todo lo que el primero pone de manifiesto, y viceversa.
¿Cómo definir, entonces, la paradoja de
que se trate de organizaciones muy reales, pero enraizadas en una trascendencia
irreal y, sin embargo, eficaz? Si las potencias reciben muchos nombres, ello se
debe a esa paradoja innata, a esa dualidad interna que el lenguaje humano no
puede expresar de manera simple y unívoca.
El lenguaje humano no ha podido asimilar
nunca aquello de lo que habla en este caso el NT, y no dispone, por tanto, de
los recursos necesarios para expresar el poder de atracción que la falsa
trascendencia posee en el mundo real, material, a pesar de su falsedad, de su
naturaleza imaginaria.
Al no comprender el problema al que tenían
que enfrentarse los autores neotestamentarios, los modernos encuentran en la
cuestión de las potestades la prueba de la superstición y el pensamiento mágico
de lo que, según ellos, están llenos los evangelios.
René Girard, Veo a Satán caer como el
relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.
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