CONCLUSIÓN.-
(A) (79)
Simone Weil sugiere, como ya he
dicho, que, más que ser una teoría sobre Dios, los Evangelios son una teoría
sobre el hombre.
Una intuición que, en lo que tiene de positivo, corresponde a lo que acabamos
de descubrir, por más que no aprecie en lo que vale el papel de la Biblia
hebraica.
Para comprender este antropología, es preciso
complementarla con las propuestas evangélicas sobre Satán. Propuestas que no
sólo no son, en absoluto, absurdas o fantasiosas, sino que, al contrario,
reformulan en otro lenguaje la teoría de los escándalos y el juego de una
violencia mimética que descompone las comunidades para recomponerlas
inmediatamente después, mediante los chivos expiatorios unánimes.
En todos los títulos y funciones
atribuidos a Satán -"Tentador", "Acusador", "Príncipe
de este mundo, "Príncipe de las tinieblas", "homicida desde el
principio", oculto director de escena de la Pasión- reaparecen en su
totalidad los síntomas y la evolución de esa enfermedad del deseo diagnosticada
por Jesús.
La idea evangélica de Satán permite a los
Evangelios expresar la paradoja fundadora de las sociedades arcaicas, que
existen sólo en virtud de la enfermedad que debería impedir su existencia. En
las crisis agudas la enfermedad del deseo desencadena lo que la convierte en su
propio antídoto: la unanimidad violenta y pacificadora del chivo expiatorio.
Los efectos apaciguadores de esa violencia se prolongan en los sistemas
rituales que estabilizan las comunidades. Eso es lo que resume la fórmula ‘Satán expulsa a Satán’.
La teoría evangélica de Satán revela un
secreto que ni las antropologías antiguas ni las modernas habían descubierto
nunca. En lo religioso arcaico la violencia es un paliativo temporal. Lejos de
haberse curado realmente, al final, la enfermedad siempre reaparece.
Reconocer en Satán la representación del
mimetismo violento, como nosotros hacemos, es acabar de desacreditar al
Príncipe de este mundo, rematar la desmitificación de los Evangelios,
contribuir a esa "caída de Satán" que Jesús anuncia a los hombres
antes de su crucifixión. El poder revelador de la Cruz disipa esas tinieblas de
las que el príncipe de este mundo no puede prescindir para conservar su poder.
Desde el ángulo antropológico, los Evangelios son algo así como un mapa de carreteras de las crisis miméticas y su resolución mítico-ritual, una guía que permite circular por lo religioso arcaico sin extraviarse.
Hay sólo dos maneras de relatar la
secuencia de la crisis mimética y su resolución violenta: la verdadera y la
falsa.
Por una parte, sin ser consciente del
apasionamiento mimético, lo cual es consecuencia de una participación activa en
él. Ello conduce, inevitablemente, a una mentira imposible de rectificar,
puesto que se cree con toda sinceridad en la culpabilidad de los chivos
expiatorios. Los responsables de esto son los mitos.
Por otra parte, siendo consciente del apasionamiento
mimético, en el que no se participa, en cuyo caso puede describirse tal como es
en realidad. Ello significa rehabilitar a los chivos expiatorios injustamente
condenados. Sólo la Biblia y los Evangelios son capaces de hacerlo.
Así pues, junto al acervo común y gracias
a él, entre los mitos, por un lado, y el judaísmo y el cristianismo, por otro,
se abre un insondable abismo: el que separa la mentira de la verdad, el creado
por la insuperable diferencia reivindicada por el cristianismo y el judaísmo. Y
hemos definido esa radical disparidad oponiendo, en primer lugar, Edipo a José
y, en segundo lugar, los Evangelios a toda mitología.
Los primeros cristianos sentían de una
manera casi física la diferencia judeocristiana. En nuestros días, aunque apenas
se aprecie, podemos descubrirla comparando los textos. Y tras hacer de ella una
evidencia manifiesta en el plano del análisis antropológico, la definimos de
manera racional.
René Girard, Veo a Satán caer como el
relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.
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