Mi lista de blogs

lunes, 18 de enero de 2021

LA MODERNA PREOCUPACIÓN POR LAS VÍCTIMAS.- (A) (69)

XIII.- LA MODERNA PREOCUPACIÓN POR LAS VÍCTIMAS

LA MODERNA PREOCUPACIÓN POR LAS VÍCTIMAS.- (A) (69)

En el tímpano de algunas catedrales figura un gran ángel con una balanza. Está pesando las almas para la eternidad. Si en nuestros días el arte no hubiera renunciado a expresar las ideas que dirigen al mundo, seguro que remozaría esta antigua pesada de almas’, y lo que se esculpiría en el frontón de nuestros parlamentos, universidades, palacios de justicia, editoriales y emisoras de televisión sería una pesada de víctimas’.

Nunca una sociedad se ha preocupado tanto por las víctimas como la nuestra. Y aunque sólo se trata de una gran comedia, el fenómeno carece de precedentes. Ningún período histórico, ninguna de las sociedades hasta ahora conocidas, ha hablado nunca de las víctimas como nosotros lo hacemos. Y aunque las primicias de esta actitud contemporánea puedan discernirse en un pasado reciente, cada día que pasa se bate en este sentido un récord. Todos somos tanto actores como testigos de un gran estreno antropológico.

Analícense los testimonios antiguos, pregúntese a derecha e izquierda, investíguese en todos los rincones del planeta: en ninguna parte se encontrará nada que ni remotamente se asemeje a esta moderna preocupación por las víctimas. Ni en la China de los mandarines, ni en el Japón de los samuráis, ni en la India, ni en las sociedades precolombinas, ni en Grecia, ni en Roma, la de la República y la del Imperio, se preocupaban lo más mínimo por las incontables víctimas que sacrificaban a sus dioses, en honor a la patria o a la ambición de sus conquistadores, grandes o pequeños.

Un extraterrestre que oyera nuestras palabras sin saber nada de la historia humana pensaría, probablemente, que en los pasados siglos, en alguna parte, habría existido como mínimo una sociedad muy superior a la nuestra desde el punto de vista de la compasión. Una sociedad tan atenta a los sufrimientos de los desgraciados, que dejó un imperecedero recuerdo entre los hombres y representa para nosotros la estrella fija en torno a la cual giran nuestras obsesiones respecto a las víctimas. Sólo la nostalgia de una sociedad tal permitiría comprender el rigor con que nos juzgamos, los amargos reproches que nos dirigimos.

Por supuesto, esa sociedad ideal nunca ha existido. Ya en el siglo XVIII, al escribir Cándido’, Voltaire la buscó, y, al final, no encontró nada que fuera superior al mundo en que vivía. De ahí que se la tuviera que inventar de arriba abajo.

El mundo actual no nos proporciona nada capaz de satisfacer esa necesidad de autocondenarnos. Lo que no nos impide repetir a grito pelado contra el mundo contemporáneo acusaciones cuya falsedad conocemos con toda certeza. Ninguna sociedad anterior, oímos decir frecuentemente, ha sido tan indiferente hacia los pobres como la nuestra. Pero ¿cómo puede ser esto creíble cuando la idea de justicia social, por muy imperfecta que haya resultado su realización, no se encuentra en ninguna de esas sociedades? Es una invención relativamente reciente.

Si hablo en estos términos, no es para exonerar al mundo en que vivimos de toda censura. Comparto la convicción de mis contemporáneos respecto a su culpabilidad, pero intento descubrir el lugar, el punto de vista, a partir del cual nos condenamos. Tenemos, desde luego, excelentes razones para sentirnos culpables, pero no son nunca las que aducimos.

Para justificar las imprecaciones con que nos maldecimos, no basta con alegar que somos más ricos y estamos mejor equipados de lo que nunca estuvo nadie antes. En el pasado, incluso en las sociedades más miserables, no faltaban los ricos y los poderosos, que, en cambio, mostraban respecto a las víctimas que los rodeaban la más completa indiferencia.

Parece que nuestra sociedad fuera objeto de una conminación lanzada sólo contra ella. Las generaciones que nos precedieron inmediatamente ya la oían, pero no de forma tan ensordecedora. Cuanto más se retrocede en el tiempo, más se debilita esa conminación. Y todo parece indicar que en el futuro su exigencia será cada vez mayor. Como no podemos fingir que no oímos nada, condenamos nuestras insuficiencias, pero sin saber en nombre de qué. Y simulamos creer que todo lo que hoy se nos exige se ha exigido antes de todas las sociedades, cuando, en realidad, somos los primeros a los que se les hacen semejantes exigencias.

Con relación a los medios de que disponemos, nuestras obras, ciertamente resultan irrisorias, y tremendas nuestras lagunas. Tenemos, pues, buenas razones para recriminarnos. Pero ¿cuál es su origen? Las sociedades que nos precedieron compartían tan poco nuestra preocupación, que ni siquiera se reprochaban su indiferencia.

Si preguntamos a nuestros historiadores, invocarán el humanismo y otras ideas del mismo tipo, lo que les permitirá no mencionar nunca lo religioso, no decir nada respecto al papel que el cristianismo, supuestamente nulo y sin valor, ha tenido por fuerza que desempeñar en este asunto.

Es cierto que en Francia el humanismo se desarrolló contra el cristianismo del Antiguo Régimen, acusado de complicidad con los poderosos, acusación, por lo demás, justa. Aunque las peripecias locales sean diferentes según los países, esa diversidad no puede ocultar el auténtico origen de nuestra moderna preocupación por las víctimas, con toda evidencia cristiano. El humanismo y el humanitarismo inician su desarrollo en tierra cristiana.

Esto es algo que Nietzsche, frente a la hipocresía de su tiempo, la misma que la nuestra, sólo que no tan monumental, proclamará vigorosamente. El más anticristiano de los filósofos del siglo XIX identificó la fuente de nuestra culpabilidad en una época en que resultaba menos evidente que hoy, menos caricaturescamente cristiana en su anticristianismo.

René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario