XIII.-
LA MODERNA PREOCUPACIÓN POR LAS VÍCTIMAS
LA
MODERNA PREOCUPACIÓN POR LAS VÍCTIMAS.- (A) (69)
En el tímpano de algunas catedrales figura
un gran ángel con una balanza. Está pesando las almas para la eternidad. Si en
nuestros días el arte no hubiera renunciado a expresar las ideas que dirigen al
mundo, seguro que remozaría esta antigua ‘pesada de almas’, y lo que se esculpiría en el frontón de nuestros
parlamentos, universidades, palacios de justicia, editoriales y emisoras de
televisión sería una ‘pesada de
víctimas’.
Nunca una sociedad se ha preocupado tanto
por las víctimas como la nuestra. Y aunque sólo se trata de una gran comedia,
el fenómeno carece de precedentes. Ningún período histórico, ninguna de las
sociedades hasta ahora conocidas, ha hablado nunca de las víctimas como
nosotros lo hacemos. Y aunque las primicias de esta actitud contemporánea
puedan discernirse en un pasado reciente, cada día que pasa se bate en este
sentido un récord. Todos somos tanto actores como testigos de un gran estreno
antropológico.
Analícense los testimonios antiguos,
pregúntese a derecha e izquierda, investíguese en todos los rincones del
planeta: en ninguna parte se encontrará nada que ni remotamente se asemeje a
esta moderna preocupación por las víctimas. Ni en la China de los mandarines,
ni en el Japón de los samuráis, ni en la India, ni en las sociedades
precolombinas, ni en Grecia, ni en Roma, la de la República y la del Imperio,
se preocupaban lo más mínimo por las incontables víctimas que sacrificaban a
sus dioses, en honor a la patria o a la ambición de sus conquistadores, grandes
o pequeños.
Un extraterrestre que oyera nuestras
palabras sin saber nada de la historia humana pensaría, probablemente, que en
los pasados siglos, en alguna parte, habría existido como mínimo una sociedad
muy superior a la nuestra desde el punto de vista de la compasión. Una sociedad
tan atenta a los sufrimientos de los desgraciados, que dejó un imperecedero
recuerdo entre los hombres y representa para nosotros la estrella fija en torno
a la cual giran nuestras obsesiones respecto a las víctimas. Sólo la nostalgia
de una sociedad tal permitiría comprender el rigor con que nos juzgamos, los
amargos reproches que nos dirigimos.
Por supuesto, esa sociedad ideal nunca ha
existido. Ya en el siglo XVIII, al escribir ‘Cándido’, Voltaire la buscó, y, al final, no encontró nada que
fuera superior al mundo en que vivía. De ahí que se la tuviera que inventar de
arriba abajo.
El mundo actual no nos proporciona nada
capaz de satisfacer esa necesidad de autocondenarnos. Lo que no nos impide
repetir a grito pelado contra el mundo contemporáneo acusaciones cuya falsedad
conocemos con toda certeza. Ninguna sociedad anterior, oímos decir
frecuentemente, ha sido tan indiferente hacia los pobres como la nuestra. Pero
¿cómo puede ser esto creíble cuando la idea de justicia social, por muy
imperfecta que haya resultado su realización, no se encuentra en ninguna de
esas sociedades? Es una invención relativamente reciente.
Si hablo en estos términos, no es para
exonerar al mundo en que vivimos de toda censura. Comparto la convicción de mis
contemporáneos respecto a su culpabilidad, pero intento descubrir el lugar, el
punto de vista, a partir del cual nos condenamos. Tenemos, desde luego,
excelentes razones para sentirnos culpables, pero no son nunca las que
aducimos.
Para justificar las imprecaciones con que
nos maldecimos, no basta con alegar que somos más ricos y estamos mejor
equipados de lo que nunca estuvo nadie antes. En el pasado, incluso en las
sociedades más miserables, no faltaban los ricos y los poderosos, que, en cambio,
mostraban respecto a las víctimas que los rodeaban la más completa
indiferencia.
Parece que nuestra sociedad fuera objeto
de una conminación lanzada sólo contra ella. Las generaciones que nos
precedieron inmediatamente ya la oían, pero no de forma tan ensordecedora.
Cuanto más se retrocede en el tiempo, más se debilita esa conminación. Y todo
parece indicar que en el futuro su exigencia será cada vez mayor. Como no
podemos fingir que no oímos nada, condenamos nuestras insuficiencias, pero sin
saber en nombre de qué. Y simulamos creer que todo lo que hoy se nos exige se
ha exigido antes de todas las sociedades, cuando, en realidad, somos los
primeros a los que se les hacen semejantes exigencias.
Con relación a los medios de que
disponemos, nuestras obras, ciertamente resultan irrisorias, y tremendas
nuestras lagunas. Tenemos, pues, buenas razones para recriminarnos. Pero ¿cuál
es su origen? Las sociedades que nos precedieron compartían tan poco nuestra
preocupación, que ni siquiera se reprochaban su indiferencia.
Si preguntamos a nuestros historiadores,
invocarán el humanismo y otras ideas del mismo tipo, lo que les permitirá no
mencionar nunca lo religioso, no decir nada respecto al papel que el
cristianismo, supuestamente nulo y sin valor, ha tenido por fuerza que
desempeñar en este asunto.
Es cierto que en Francia el humanismo se
desarrolló contra el cristianismo del Antiguo Régimen, acusado de complicidad
con los poderosos, acusación, por lo demás, justa. Aunque las peripecias
locales sean diferentes según los países, esa diversidad no puede ocultar el
auténtico origen de nuestra moderna preocupación por las víctimas, con toda
evidencia cristiano. El humanismo y el humanitarismo inician su desarrollo en
tierra cristiana.
Esto es algo que Nietzsche, frente a la
hipocresía de su tiempo, la misma que la nuestra, sólo que no tan monumental,
proclamará vigorosamente. El más anticristiano de los filósofos del siglo XIX
identificó la fuente de nuestra culpabilidad en una época en que resultaba
menos evidente que hoy, menos caricaturescamente cristiana en su
anticristianismo.
René Girard, Veo a Satán caer como el
relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.
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