SACRIFICO.-
(C) (36)
La lapidación de la que este libro habla
hace saltar por los aires las distinciones demasiado rígidas de quienes
querrían aprisionar lo real en categoría bien definidas. De ahí su gran
interés. El estructuralismo lingüístico evita cuidadosamente recurrir a textos
como el de Filóstrato. Y sus razones tiene. Filóstrato salva demasiadas barreras
que se querría fueran infranqueables. Tras la discontinuidad del lenguaje,
nuestro "eslabón perdido" pone de manifiesto una continuidad real,
portadora de una verdadera inteligibilidad y que no se deja encerrar en los
comportamientos estancos de los clasificadores antiguos y modernos. Los famosos
métodos lingüísticos son muy apreciados porque sustituyen la búsqueda de la
verdad por los divertimentos estructuralistas.
Aunque la lapidación de Éfeso no sea
propiamente hablando un mito, con la ayuda de los evangelios acaba, no
obstante, de sugerirnos una hipótesis sobre la naturaleza y génesis de los
mitos que se sitúa en la prolongación directa del texto, una hipótesis difícil
de rechazar si lo que se busca es, realmente, la verdad. Y lo mismo ocurre con
los sacrificios rituales.
Si en el sentido propio del término, en
efecto, la lapidación de Éfeso no constituye un sacrificio, es evidente que
tiene estrechas relaciones con cierto tipo de sacrificio muy extendido en el
mundo griego. De hecho, el rito que inmediatamente trae a la memoria es tan
semejante a lo que Filóstrato nos cuenta que se está tentado de recurrir a él
para definir el "milagro" de Apolonio: es el mito del ‘pharmakós’.
El mendigo de Apolonio recuerda a esa
clase de hombres que Atenas y las grandes ciudades griegas alimentaban a sus
expensas para hacer de ellos, llegado el momento, ‘pharmakói’, es decir, para ‘asesinarlos colectivamente’
-¿por qué retroceder ante el término exacto?- con ocasión de las targelias y
otras fiestas dionisíacas. Antes de lapidar a esos pobres seres, se les azotaba
a veces el sexo o se los sometía a una verdadera sesión de tortura ritual.
Al elegir una víctima por la que nadie
nunca iba a guardar luto, Apolonio no corre el riesgo de agravar los disturbios
que intenta apaciguar, lo que resulta una gran ventaja. El mendigo lapidado presenta
todos los rasgos clásicos del ‘pharmakós’,
que, a su vez, se asemejan a los de cualesquiera víctimas humanas en los ritos
sacrificiales. Para no provocar represalias se elegían a gentes socialmente
insignificantes, sin techo, sin familia, lisiados, enfermos, ancianos
abandonados, siempre, en suma, seres dotados de lo que llamo, en ‘El chivo expiatorio’, "rasgos
preferenciales de selección victimaria". Rasgos que apenas cambian de una
cultura a otra. Su permanencia contradice el relativismo antropológico. Todavía
en nuestros días tales rasgos determinan los fenómenos llamados de
"exclusión". Aunque hoy ya no se da muerte a quienes los presentan,
lo que constituye un progreso, si bien precario y limitado.
Se insinúa a menudo que los griegos de la
época clásica eran "demasiado civilizados" para seguir practicando
ritos tan bárbaros como el del ‘pharmakós’.
Esos ritos, se dice siempre -y siempre sin prueba alguna-, "tuvieron que
caer tempranamente en desuso". Pero nuestra lapidación milagrosa, que
tiene lugar media docena de siglos después de Sócrates y Platón, no confirma
ese optimismo.
El culto dionisíaco está lleno de ritos
aún más atroces que el "milagro" de Apolonio, aunque no los ‘veamos’ en el sentido casi
cinematográfico con que el relato de Filóstrato nos obliga a ver la lapidación
de Éfeso. Los ojos parpadeantes del mendigo, el mendrugo en su zurrón, la
compasión inicial de los efesios son detalles concretos que acrecientan la
fuerza evocadora del texto de Filóstrato.
Uno estaría tentado de llegar a la
conclusión de que el suceso narrado, incluso si fuera real, resulta demasiado
excepcional para figurar legítimamente en un debate sobre la violencia de las
religiones paganas. Pero, al contrario, el relato de Filóstrato sólo es
excepcional por su realismo, por su relativa modernidad.
Se consideraba que los ritos del ‘pharmakós’ purificaban las ciudades
griegas de sus miasmas y las hacían más armoniosas; realizaban, en suma el
mismo milagro que Apolonio lleva a cabo mediante el mendigo. En períodos de
crisis todas las culturas sacrificiales recurrían a ritos no previstos por el
calendario litúrgico normal. La lapidación del mendigo es un rito improvisado
de ‘pharmakós’.
Al hacer lapidar al mendigo, Apolonio
reproduce en una víctima humana la violencia unánime que, en su época, la mayor
parte de los sacrificios sólo reproducían ya víctimas animales.
Aunque las representaciones teatrales
están igualmente enraizadas en la violencia colectiva y constituyen una especie
de ritos, en ellas los aspectos violentos están mucho más atenuados que en los
sacrificios animales, y, por otra parte, resultan más ricas desde un punto de
vista cultural, puesto que, al menos de forma indirecta, son siempre
meditaciones sobre el origen de lo religioso y de la cultura en su totalidad,
así como fuentes potenciales del saber, tal como muestra Sandor Goodhart en su ‘Sacrificing Commentary’.
Pero la finalidad de la tragedia sigue
siendo la misma que la de los sacrificios. Se trata siempre de producir entre
los miembros de la comunidad una purificación ritual, la ‘catarsis’ aristotélica, que no puede ser
otra cosa que una versión intelectualizada o "sublimada", como diría
Freud, del ‘efecto sacrificial originario’.
En la época en la que aún existían ritos
sacrificiales más o menos vivos, cuando los etnólogos preguntaban a las
comunidades por qué éstas se mostraban tan escrupulosas en su cumplimiento,
siempre obtenían la misma doble respuesta.
En opinión de los principales interesados,
cuyas palabras, ya es hora, probablemente, de que escuchemos, los sacrificios
estaban destinados, en primer lugar, a complacer a los dioses que se los habían
enseñado a los hombres y después a consolidar o restaurar, si llegaba el caso,
el orden y la paz en la comunidad.
Pese a la unanimidad de esas respuestas,
los etnólogos nunca las han tomado en serio. Y de ahí se deriva, en mi opinión,
que no hayan resuelto el enigma de los sacrificios. Para resolverlo, en efecto,
hay que dar por sentado que quienes los practicaban decían la verdad tal como
ellos la entendían, y que comprendían el significado de sus propios ritos mucho
mejor que todos los especialistas contemporáneos.
Los sacrificios cruentos son intentos de
refrenar y moderar los conflictos internos de las comunidades arcaicas
reproduciendo del modo más exacto posible, a expensas de víctimas sustitutorias
de la víctima original, violencias reales que en un pasado no determinable,
pero que no tiene nada de mítico, habían reconciliado verdaderamente a esas
comunidades, gracias a su unanimidad.
Las divinidades aparecen siempre mezcladas
en los sacrificios porque las violencias colectivas que tratan de reproducir
son las mismas que, precisamente por haberlos reconciliado, convencieron a sus
beneficiarios del carácter divino de sus víctimas.
En suma, lo que sirve de modelo a los
sacrificios es siempre un "mecanismo victimario", considerado divino
porque realmente pone fin a una crisis mimética, a una epidemia de venganzas en
cadena hasta entonces imposible de detener.
Y el hecho de que sus rasgos estructurales
más característicos sean siempre los mismos, aunque en sus detalles sin duda
difieran, es la prueba de que los sacrificios se basan en violencias reales, en
el modelo de la violencia colectiva espontánea que los inspira de un modo
evidente. De un extremo a otro del planeta, las analogías entre los sistemas
sacrificiales son demasiado constantes y demasiado claramente explicables para
hacer verosímiles las concepciones imaginarias o psicopatológicas del
sacrificio.
René Girard, Veo a Satán caer como el
relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.
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