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miércoles, 20 de enero de 2021

SACRIFICIO.- (C) (36)


SACRIFICO.- (C) (36)  

La lapidación de la que este libro habla hace saltar por los aires las distinciones demasiado rígidas de quienes querrían aprisionar lo real en categoría bien definidas. De ahí su gran interés. El estructuralismo lingüístico evita cuidadosamente recurrir a textos como el de Filóstrato. Y sus razones tiene. Filóstrato salva demasiadas barreras que se querría fueran infranqueables. Tras la discontinuidad del lenguaje, nuestro "eslabón perdido" pone de manifiesto una continuidad real, portadora de una verdadera inteligibilidad y que no se deja encerrar en los comportamientos estancos de los clasificadores antiguos y modernos. Los famosos métodos lingüísticos son muy apreciados porque sustituyen la búsqueda de la verdad por los divertimentos estructuralistas.

Aunque la lapidación de Éfeso no sea propiamente hablando un mito, con la ayuda de los evangelios acaba, no obstante, de sugerirnos una hipótesis sobre la naturaleza y génesis de los mitos que se sitúa en la prolongación directa del texto, una hipótesis difícil de rechazar si lo que se busca es, realmente, la verdad. Y lo mismo ocurre con los sacrificios rituales.

Si en el sentido propio del término, en efecto, la lapidación de Éfeso no constituye un sacrificio, es evidente que tiene estrechas relaciones con cierto tipo de sacrificio muy extendido en el mundo griego. De hecho, el rito que inmediatamente trae a la memoria es tan semejante a lo que Filóstrato nos cuenta que se está tentado de recurrir a él para definir el "milagro" de Apolonio: es el mito del pharmakós’.

El mendigo de Apolonio recuerda a esa clase de hombres que Atenas y las grandes ciudades griegas alimentaban a sus expensas para hacer de ellos, llegado el momento, pharmakói’, es decir, para ‘asesinarlos colectivamente’ -¿por qué retroceder ante el término exacto?- con ocasión de las targelias y otras fiestas dionisíacas. Antes de lapidar a esos pobres seres, se les azotaba a veces el sexo o se los sometía a una verdadera sesión de tortura ritual.

Al elegir una víctima por la que nadie nunca iba a guardar luto, Apolonio no corre el riesgo de agravar los disturbios que intenta apaciguar, lo que resulta una gran ventaja. El mendigo lapidado presenta todos los rasgos clásicos del pharmakós’, que, a su vez, se asemejan a los de cualesquiera víctimas humanas en los ritos sacrificiales. Para no provocar represalias se elegían a gentes socialmente insignificantes, sin techo, sin familia, lisiados, enfermos, ancianos abandonados, siempre, en suma, seres dotados de lo que llamo, en El chivo expiatorio’, "rasgos preferenciales de selección victimaria". Rasgos que apenas cambian de una cultura a otra. Su permanencia contradice el relativismo antropológico. Todavía en nuestros días tales rasgos determinan los fenómenos llamados de "exclusión". Aunque hoy ya no se da muerte a quienes los presentan, lo que constituye un progreso, si bien precario y limitado.

Se insinúa a menudo que los griegos de la época clásica eran "demasiado civilizados" para seguir practicando ritos tan bárbaros como el del pharmakós’. Esos ritos, se dice siempre -y siempre sin prueba alguna-, "tuvieron que caer tempranamente en desuso". Pero nuestra lapidación milagrosa, que tiene lugar media docena de siglos después de Sócrates y Platón, no confirma ese optimismo.

El culto dionisíaco está lleno de ritos aún más atroces que el "milagro" de Apolonio, aunque no los veamos’ en el sentido casi cinematográfico con que el relato de Filóstrato nos obliga a ver la lapidación de Éfeso. Los ojos parpadeantes del mendigo, el mendrugo en su zurrón, la compasión inicial de los efesios son detalles concretos que acrecientan la fuerza evocadora del texto de Filóstrato.

Uno estaría tentado de llegar a la conclusión de que el suceso narrado, incluso si fuera real, resulta demasiado excepcional para figurar legítimamente en un debate sobre la violencia de las religiones paganas. Pero, al contrario, el relato de Filóstrato sólo es excepcional por su realismo, por su relativa modernidad.

Se consideraba que los ritos del pharmakós’ purificaban las ciudades griegas de sus miasmas y las hacían más armoniosas; realizaban, en suma el mismo milagro que Apolonio lleva a cabo mediante el mendigo. En períodos de crisis todas las culturas sacrificiales recurrían a ritos no previstos por el calendario litúrgico normal. La lapidación del mendigo es un rito improvisado de pharmakós’.

Al hacer lapidar al mendigo, Apolonio reproduce en una víctima humana la violencia unánime que, en su época, la mayor parte de los sacrificios sólo reproducían ya víctimas animales.

Aunque las representaciones teatrales están igualmente enraizadas en la violencia colectiva y constituyen una especie de ritos, en ellas los aspectos violentos están mucho más atenuados que en los sacrificios animales, y, por otra parte, resultan más ricas desde un punto de vista cultural, puesto que, al menos de forma indirecta, son siempre meditaciones sobre el origen de lo religioso y de la cultura en su totalidad, así como fuentes potenciales del saber, tal como muestra Sandor Goodhart en su Sacrificing Commentary’.

Pero la finalidad de la tragedia sigue siendo la misma que la de los sacrificios. Se trata siempre de producir entre los miembros de la comunidad una purificación ritual, la catarsis’ aristotélica, que no puede ser otra cosa que una versión intelectualizada o "sublimada", como diría Freud, del ‘efecto sacrificial originario’.

En la época en la que aún existían ritos sacrificiales más o menos vivos, cuando los etnólogos preguntaban a las comunidades por qué éstas se mostraban tan escrupulosas en su cumplimiento, siempre obtenían la misma doble respuesta.

En opinión de los principales interesados, cuyas palabras, ya es hora, probablemente, de que escuchemos, los sacrificios estaban destinados, en primer lugar, a complacer a los dioses que se los habían enseñado a los hombres y después a consolidar o restaurar, si llegaba el caso, el orden y la paz en la comunidad.

Pese a la unanimidad de esas respuestas, los etnólogos nunca las han tomado en serio. Y de ahí se deriva, en mi opinión, que no hayan resuelto el enigma de los sacrificios. Para resolverlo, en efecto, hay que dar por sentado que quienes los practicaban decían la verdad tal como ellos la entendían, y que comprendían el significado de sus propios ritos mucho mejor que todos los especialistas contemporáneos.

Los sacrificios cruentos son intentos de refrenar y moderar los conflictos internos de las comunidades arcaicas reproduciendo del modo más exacto posible, a expensas de víctimas sustitutorias de la víctima original, violencias reales que en un pasado no determinable, pero que no tiene nada de mítico, habían reconciliado verdaderamente a esas comunidades, gracias a su unanimidad.

Las divinidades aparecen siempre mezcladas en los sacrificios porque las violencias colectivas que tratan de reproducir son las mismas que, precisamente por haberlos reconciliado, convencieron a sus beneficiarios del carácter divino de sus víctimas.

En suma, lo que sirve de modelo a los sacrificios es siempre un "mecanismo victimario", considerado divino porque realmente pone fin a una crisis mimética, a una epidemia de venganzas en cadena hasta entonces imposible de detener.

Y el hecho de que sus rasgos estructurales más característicos sean siempre los mismos, aunque en sus detalles sin duda difieran, es la prueba de que los sacrificios se basan en violencias reales, en el modelo de la violencia colectiva espontánea que los inspira de un modo evidente. De un extremo a otro del planeta, las analogías entre los sistemas sacrificiales son demasiado constantes y demasiado claramente explicables para hacer verosímiles las concepciones imaginarias o psicopatológicas del sacrificio.

René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.

 

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