SACRIFICO.-
(D) (37)
Para comprender cómo nacen los ritos, hay
que imaginarse el estado del espíritu de una comunidad que, tras sangrientos y
largos desórdenes, se ve liberada de un mal por un imprevisto fenómeno de
masas. En los primeros días o primeros meses que siguen a esa liberación, cabe
suponer que reinaría una gran euforia. Pero, ¡ay!, ese período no es eterno.
Los hombres están hechos de tal manera que siempre acaban recayendo en sus
rivalidades miméticas. "Es preciso que llegue el escándalo", y el
escándalo llega siempre, al principio de manera esporádica, por lo que apenas
se le presta atención, pero enseguida prolifera. Hay que rendirse ante la
evidencia: una nueva crisis amenaza a la comunidad.
¿Cómo prevenir ese desastre? La comunidad
no ha olvidado el extraño, incomprensible drama que antes la sacó del abismo al
que ahora teme caer de nuevo. Está henchida de agradecimiento a la misteriosa
víctima que primero la sumió en el desastre, pero que a continuación la salvó.
Y, al reflexionar sobre esos extraños
acontecimientos, llega a la conclusión de que, si se desarrollaron como lo
hicieron, fue, sin duda, porque así lo quiso la misteriosa víctima. Quizá esa divinidad organizara aquella puesta
en escena con el fin de incitar a sus nuevos fieles a reproducirla y renovar
así sus efectos, para que en el futuro se protegieran contra un siempre posible
recrudecimiento de los desórdenes miméticos. La idea de que son los dioses
quienes enseñan a los hombres los sacrificios que éstos llevan a cabo es
universal, y no resulta difícil entender su justificación.
Quizá la divinidad desea que, por el bien de
sus fieles, esos sacrificios se repitan perpetuamente; quizá lo desea por su
propio bien, porque se siente honrada por los ritos, o quizá, en fin, lo desea
porque se nutre de sus víctimas.
Al no saber exactamente en qué se basa la
virtud de las violencias colectivas, pero sospechando tal vez que su eficacia
no es sólo sobrenatural, las comunidades copiarán esa experiencia de unanimidad
violenta de forma más exacta y completa posible. En caso de incertidumbre, más
vale excederse que quedarse corto. Un principio que explica por qué tantas
comunidades incorporan a sus ritos la propia crisis mimética, la que ha
desencadenado el proceso mimético de selección de la víctima original.
En
muchos ritos sacrificiales todo comienza por un simulacro de crisis mimética,
demasiado realista y demasiado semejante en todas partes para ser inventado.
Todos los subgrupos pelean entre sí y se enfrentan simétricamente,
miméticamente. El modelo no puede ser otro que la crisis real que desencadenó
eso mismo que se trata con tanto esfuerzo de reproducir: la violencia unánime
contra la víctima.
En suma, para crear su propio antídoto, la
violencia tiene primero que exasperarse. Esto es, sin duda, lo que muchos
sistemas sacrificiales comprenden bien. Así pues, consideran necesario
reproducir la crisis, sin la cual el mecanismo victimario quizá no se
desencadenaría.
De ahí que tantos ritos tan claramente
destinados a restablecer el orden no por ello dejen de comenzar, de forma para
nosotros paradójica, pero lógica desde la perspectiva mimética, por una
intensificación del desorden, por un espectacular trastorno caótico de toda la
comunidad.
Por racional que, tras su aparente
absurdidad, resulte, este procedimiento no era, sin embargo, universal. Muchos
sistemas rituales no reproducían la crisis inicial. Y no es difícil comprender
por qué. Esa crisis es un desencadenamiento de violencia mimética. Si se la
imita de forma demasiado realista, el peligro de una total pérdida de control
es grande, y muchas comunidades no querían correrlo. Seguramente, pensaban que
ya había en ellas desorden suficiente para desencadenar el mecanismo
reconciliador, sin necesidad de añadir un peligroso suplemento de violencia.
Como regla general, ni siquiera los ritos
más tumultuosos reproducían la crisis mimética en toda su intensidad y
duración. Las más de las veces se contentaban con una versión resumida y
acelerada del desorden. En suma, para evitar quemarse no jugaban con fuego.
Se comprende muy bien por qué, casi en
todas partes, quienes realizaban los sacrificios veían en ellos acciones
temibles. No ignoraban que la "buena violencia", esa violencia que,
en lugar de intensificar aún más la agresividad, le pone fin, es la violencia
unánime. Ni tampoco que el motor de la unanimidad es el mimetismo en su forma
más exasperada, el cual resulta tanto más peligroso cuanto más tiempo tarda en
conseguirse esa unanimidad. De ahí la idea, casi principio universal, de que la
actividad ritual es en extremo peligrosa. Para disminuir ese riesgo, se
intentaba afanosamente reproducir el modelo de la manera más exacta y
meticulosa posible.
Y es ese deseo de exactitud lo que ha
inspirado a psicólogos y psicoanalistas sus falaces explicaciones en términos
de "neurosis", "fantasmas" y otro "complejos" de
los que tan encaprichados están. Para la mayor parte de los modernos, lo
religioso es un fenómeno psicopatológico, algo que para ellos resulta obvio. A
fin de disipar esas ilusiones, hay que captar la acción real que reproducen
quienes realizan los sacrificios, la violencia reconciliadora por cuanto
espontáneamente unánime. Y puesto que ese modelo es en verdad temible, los que
sacrificaban tenían razón al temer su reproducción.
En la temporalidad de los ritos es
inevitable la llegada de un momento en el que las innumerables repeticiones
"desgasten" el efecto sacrificial. Así, el terror que sus sacrificios
inspiran a esos aprendices de brujo que, en definitiva, son siempre quienes los
realizan, termina por disiparse. Y sólo sobrevive entonces en forma de comedias
de terror destinadas a impresionar a los no iniciados, las mujeres y los niños.
Innumerables indicios teóricos, textuales y arqueológicos dan a entender que en
los primeros tiempos de la humanidad las víctimas eran, sobre todo, humanas.
Con el tiempo, los animales fueron progresivamente sustituyendo a los hombres,
aunque casi en todas partes las víctimas animales fueran consideradas menos
eficaces que las humanas.
En la Grecia clásica, en caso de extremo
peligro, se volvía a las víctimas humanas. Según Plutarco, la víspera de la
batalla de Salamina, Temístocles, presionado por la multitud, hizo sacrificar a
prisioneros persas.
¿Es esto muy diferente del milagro de
Apolonio?
René Girard, Veo a Satán caer como el
relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.
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