LA
MODERNA PREOCUPACIÓN POR LAS VÍCTIMAS.- (B) (70)
Si hay una ética del cristianismo, es inseparable del amor al prójimo y de la caridad. Y no es difícil encontrar su origen:
«Entonces dirá el rey a los de su derecha: "Venid, benditos de mi Padre, heredad el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo pues tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, era extranjero y me acogisteis, estaba desnudo y me vestisteis, enfermé y me visitasteis, estaba en la cárcel y fuisteis a verme". Entonces los justos le respondieron: "Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos, o sediento y te dimos de beber? ¿Y cuando te vimos extranjero y te acogimos, o desnudo y te vestimos? ¿Y cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?". Y el Rey les responderá: "Os digo de verdad: Todo lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, me lo hicisteis a mí"». (Mt 25,34-40)
El ideal de una sociedad ajena a la
violencia se remonta, evidentemente, a la predicación de Jesús, al anuncio del
reino de Dios, Y, a medida que el cristianismo va difundiéndose, lejos de debilitarse,
se intensifica. Un contrasentido fácil de explicar. La preocupación por las
víctimas se ha convertido en un paradójico objetivo de las rivalidades
miméticas, de las pujas competidoras
Aunque haya víctimas en general, las más
interesantes son siempre las que nos permiten condenar a nuestros vecinos.
Quienes, a su vez actúan del mismo modo con nosotros y se acuerdan, sobre todo,
de aquellas víctimas de las que nos hacen responsables [la "leyenda
negra" de los españoles en América, promovida por ingleses y franceses
-que exterminaron pueblos enteros-, mientras los españoles se mezclaban con los
indígenas].
No todos pasamos por la experiencia de Pedro y Pablo, que descubrieron que eran culpables de perseguir a otros seres humanos y aceptaron su culpa en lugar de responsabilizar a sus vecinos. Es el prójimo el que nos recuerda nuestro deber, favor que nosotros le devolvemos. Y es que en nuestra sociedad, en suma, todo el mundo se echa víctimas en cara. Lo que tiene como resultado final lo anunciado por Cristo con palabras que nuestra moderna preocupación por las víctimas ilumina por primera vez:
«… para que a esta generación se le pidan cuentas de la sangre de los profetas derramada desde la creación del mundo, desde la sangre de Abel». (Lc 11,50-51)
Palabras cumplidas, con un importante
retraso sobre el horario previsto por los primeros cristianos, pero cumplidas
al fin. Y eso es lo importante, no la fecha de su cumplimiento.
Así pues, contamos ahora con ritos
victimarios, ritos antisacrificiales y se desarrollan en un orden tan inmutable
como el de los ritos propiamente religiosos. Nos lamentamos primero por
aquellas víctimas de las que nos acusamos los unos a los otros. Después por la
hipocresía que toda lamentación supone. Y, en fin, concluimos lamentándonos por
el cristianismo, indispensable chivo expiatorio, puesto que no hay rito sin
víctima y, en nuestro tiempo, la víctima es siempre él: él es "el chivo expiatorio al que recurrir en último extremo", del que a
continuación, con tonos de noble aflicción, afirmamos que no ha hecho nada para
"resolver el problema de la violencia".
En las perpetuas comparaciones entre
nuestra sociedad y las demás, utilizamos siempre dos pesos y dos medidas. Y
hacemos todo lo que podemos para ocultar la aplastante superioridad de la
nuestra, que, en cualquier caso, sólo compite consigo misma ya que hoy engloba
al planeta entero.
Cualquier análisis por poco cuidadoso
que sea, pone de manifiesto que todo lo que puede decirse contra nuestra
sociedad es cierto: es, con mucho, la peor de todas. Ninguna otra, se dice una
y otra vez, y no es falso, ha causado más víctimas que ésta. Pero también los
postulados contrarios son ciertos: la nuestra es, sin duda, la mejor, la que
más víctimas ha salvado.
Nuestra sociedad pues, nos obliga a multiplicar toda clase de propuestas
incompatibles entre sí.
La preocupación por las víctimas nos lleva
a considerar, y con razón, que nuestros progresos en el
"humanitarismo" son muy lentos y que, sobre todo, no hay que
glorificarlos, para evitar que sean aún más lentos. El moderno desvelo por
aquellas nos obliga a una constante autocensura.
Lo correcto, en la preocupación por las
víctimas, es la insatisfacción por los logros pasados. Si los magnificamos, esa
preocupación se difumina modestamente. De ahí que intente alejar de sí misma
una atención que sólo debería enfocarse en las víctimas. Se autofustiga
constantemente, denuncia su propia molicie, su fariseísmo. Es la máscara laica
de la caridad.
En suma, lo que nos impide analizar
demasiado de cerca la preocupación por las víctimas es la propia preocupación.
Que esta humildad sea fingida o sincera resulta indiferente: impera en nuestro
mundo y se remonta, indudablemente, al cristianismo. La preocupación por las
víctimas no piensa en términos estadísticos. Actúa de acuerdo con el principio
evangélico de la oveja descarriada, en pos de la cual, llegado el caso, el
pastor abandonará su rebaño.
Para demostrarnos que no somos
etnocéntricos ni triunfalistas, tronamos contra la autosatisfacción burguesa
del siglo XIX, ridiculizamos esa bobada del "progreso" para caer en
una bobada inversa: la de autoacusarnos de ser la más inhumana de todas las
sociedades.
Las democracias modernas pueden presentar
en su defensa un conjunto tal de realizaciones únicas en la historia humana
como para suscitar la envidia del planeta.
La apertura gradual de las culturas
encerradas en sí mismas se inicia en plena Edad Media y acaba en nuestros días
con la llamada globalización, que, en mi opinión, sólo secundariamente
constituye un fenómeno económico. Su verdadera fuerza motriz es el fin de las
interdicciones (interdecir.- vedar, prohibir) victimarias, la fuerza que, tras
haber destruido las sociedades arcaicas, desmantela hoy a sus sucesoras, las
naciones llamadas modernas.
René Girard, Veo a Satán caer como el
relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.
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