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miércoles, 20 de enero de 2021

MITOLOGÍA.- (C) (32)

MITOLOGÍA.- (C) (32)

 Tras la lapidación milagrosa obrada a instancias de Apolonio de Tiana no surge ninguna nueva divinidad, ciertamente, pero no estamos demasiado lejos de ello, puesto que el mendigo es percibido como un ser sobrenatural, el demonio de la peste.

Tras la lapidación, los asesinos no reconocen a su víctima. La escasa apariencia humana que la vejez y la miseria hubieran podido dejar en ella, han acabado de destruirla las piedras. El infortunado mendigo no ha sido lapidado por ser monstruoso, es la lapidación la que hace de él un monstruo. Los efesios han arrojado sus piedras con tanta furia que el cadáver del mendigo esta "reducido a una masa sanguinolenta".

Se adivina en el autor una vacilación: el monstruo es tan grande como un león y, sin embargo, no es un león, sino, más bien, un perro. Para hacerlo más respetable en tanto que monstruo, Filóstrato le hace arrojar espuma, "como un perro rabioso". Pero la transfiguración resulta poco impresionante, poco convincente; es demasiado diáfana para ocultar la triste verdad. Y es que aquí sólo se trata de un breve esbozo del mito...

El asesinato unánime no está lo bastante transfigurado para que pueda divinizarse. De ahí que no aparezca ninguna nueva divinidad. Se ve con toda claridad lo que falta a esta lapidación para engendrar a un dios. Si el motor de las transfiguraciones, la violencia colectiva, fuera más potente, divinizaría al mendigo.

En las mitologías los dioses terapeutas se manifiestan siempre, en primer lugar, con apariencias que se asemejan a nuestro milagro. Para empezar, se trata de todos los casos de demonios responsables de la enfermedad que, después, ellos mismos curan.

Si a esos dioses se los considera, en definitiva, capaces de curar las enfermedades que transmiten a los hombres, ello es así porque, en el estadio en que parecen ser sólo maléficos, contagiosos, demoníacos, la violencia ejercida contra ellos tiene un efecto reconciliador análogo al de la más intensa lapidación, pero aún más intenso. Lo divinizado es el muy eficaz "absceso de fijación".

Las víctimas que más terror suscitan en la primera fase, más alivio y armonía proporcionan en la segunda. Son, por tanto, transfiguradas dos veces, repito, pero no es éste el caso del mendigo de Éfeso.

El papel de Apolo en el mito de Edipo constituye un buen ejemplo de la doble transfiguración. Se supone que es el dios quien ha enviado la epidemia para castigar a quienes albergan tras los muros de la ciudad a un criminal abominable, un hijo parricida e incestuoso. Al principio, tampoco Apolo debía ser otra cosa que un "demonio de la peste". Una vez expulsado Edipo, Tebas se encuentra liberada de la epidemia. Apolo ha recompensado la obediencia de los tebanos y pone fin a un chantaje desde ese momento ya sin objeto. Y puesto que Apolo es’ la peste, le basta con alejarse para ponerle fin.

En el milagro de Apolonio, Heracles respalda la lapidación del mendigo exactamente igual como Apolo respalda la expulsión del héroe en el mito de Edipo.

En este último ejemplo Apolo resulta indispensable, pese a que el héroe, a diferencia de nuestro mendigo, está en cierto modo divinizado. Aunque parece que no lo suficiente para consolidar por sí mismo la estructura sagrada, y de ahí que el mito recurra, como en el caso del milagro de Apolonio, a un gran dios preexistente, Apolo.

Si en el milagro de Apolonio la fuerza transfiguradora fuera mayor, tras la demonización del mendigo vendría su divinización. Y la segunda transformación ocultaría el horror de la escena. Tendríamos así un verdadero mito en lugar del fenómeno incompleto, bastardo, narrado por Filóstrato.

El milagro de Apolonio no es más que un pálido bosquejo, en efecto, de mito. Pero es este carácter anémico, inconcluso, lo que lo hace en extremo interesante para la comprensión de las génesis míticas. El relato descompone en dos momentos separados una génesis que, en los mitos propiamente dichos, se presenta de una forma tan compacta que parece indescifrable.

Sólo la primera transfiguración está presente y visible en Filóstrato, y de ahí que quedemos horrorizados. La segunda no aparece en absoluto, y de ahí que, para suplir esa ausencia, se acuda a Heracles.

La primera frase del relato contiene una primera alusión al dios:

«[Apolonio] condujo al pueblo al teatro, donde se alzaba una imagen de dios protector».

Hasta el final del relato no se volverá a hablar de ese dios:

«En vista de lo cual [el milagro] se alzó una estatua a Heracles, el dios protector de Éfeso, en el lugar en que se había expulsado al espíritu maligno».

Las dos menciones de Heracles enmarcan el asunto y le confieren su significado religioso. En definitiva, el verdadero autor del milagro es el dios: ha decidido ejercer su función protectora por medio de un gran taumaturgo, Apolonio de Tiana.

La lapidación milagrosa no es un mito completo, sino sólo una mitad, al primera, la más oculta, esa cuya existencia más vale no sospechar para poder así glorificar los mitos como hacen los modernos, los cuales, a fin de preservar sus ilusiones neopaganas, se alejan de los textos demasiado reveladores, como el de la lapidación de Apolonio.

 Filóstrato describe esa lapidación de forma tan honesta y realista que, aun sin quererlo, no puede menos de revelarnos el proceso que, paradójicamente, él no ha sabido interpretar. No hay ninguna razón para pensar que este escritor sea especialmente sádico y muy diferente de sus correligionarios. Sigue apegado a la religión ancestral y no la ve tal como es. Pone de manifiesto sus mecanismos sin llegar a descubrirlos por sí mismo, lo que significa que el horror que su relato nos inspira, seguramente, le había extrañado mucho.

 En la imaginación religiosa de Filóstrato el gran Pan aún no ha muerto del todo. No es el azar lo que convierte al dios de las multitudes violentas en símbolo de toda mitología. De su nombre viene nuestra palabra "pánico. Ese dios conserva todo su poder de fascinación sobre el autor de la Vida de Apolonio de Tiana’.

René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.

 

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