V.- MITOLOGÍA
MITOLOGÍA.-
(A) (30)
El milagro de Apolonio consiste en
convertir una epidemia de rivalidades miméticas en una violencia unánime cuyo
efecto "catártico" restablece la tranquilidad y afianza los lazos
sociales entre los efesios. Toda la ciudad ve en la lapidación un signo
sobrenatural y, para confirmar esa interpretación milagrosa, para hacerla
oficial, da por supuesto una intervención de Heracles, el dios más indicado
para ese papel puesto que está allí mismo, en el teatro donde tiene lugar la
lapidación, representado por su estatua. En lugar de condenar la agresión
criminal contra el mendigo, las autoridades municipales ratifican el milagro y
Apolonio queda como un gran hombre.
Dado que el dios no ha desempañado ningún
papel en el asunto, esta vinculación del suceso al paganismo oficial resulta un
poco artificial. Pero la apelación a lo religioso, en principio, no es
arbitraria. Entre la lapidación instada por Apolonio y los fenómenos en cuyo
entorno surge lo sagrado arcaico, las afinidades son reales.
Aunque muchos mitos presenten un perfil
análogo al del milagro de Apolonio, la violencia, en general, incluso en el
caso en los que se reconoce el linchamiento, no se describe con el realismo ya
moderno de un Filóstrato. En los textos literarios, como en ‘Las metamorfosis’ de Ovidio, la
proliferación de elementos fantásticos vela el horror de un espectáculo nunca
tan verdaderamente ‘representado’
como aparece en el relato de Filóstrato.
Los mitos principian casi siempre por un
estado de extremo desorden. Un caos que las más de las veces no pretende ser
"original". Y tras el cual se descubre a menudo una especie de
desorganización o inconclusión, bien en la comunidad, bien en la naturaleza,
bien en el cosmos.
A menudo, lo que quiebra la paz es una
epidemia mal definida y semejante a la que aparece en el lapidación de Éfeso.
Puede ser también, explícitamente, cierto malestar social, un conflicto cuyo
carácter mimético es sugerido por el considerable papel que en los mitos
desempeñan los ‘mellizos o hermanos enemigos’. El conflicto puede
desarrollarse también entre otras mil entidades más o menos fabulosas:
monstruos, astros, montañas, prácticamente cualquier cosa, pero siempre
entidades que entrechocan de manera simétrica a la manera de los dobles
miméticos.
En lugar de desorden, en el inicio de los
mitos puede actuar también una interrupción de funciones vitales causada por
una especie de bloqueo, de parálisis. Claude Léví-Straus comprendió muy bien
este aspecto de los comienzos míticos, aunque sin percibir su nexo con la
violencia.
Puede tratarse asimismo de desastres más
corrientes, como hambrunas, inundaciones, sequías destructoras y otras
catástrofes naturales. Pero siempre y en todas partes la situación inicial
puede resumirse como una crisis que para la comunidad y su sistema cultural
supone un peligro de destrucción total. Y esta crisis se resuelve casi siempre
por la violencia, que, incluso cuando no es colectiva, tiene en todo caso
resonancias colectivas. La única gran excepción es la violencia ‘dual’ que enfrenta a dos hermanos o
mellizos enemigos, uno de los cuales vence al otro. Siempre hay alusión a un
mimetismo conflictivo y disgregador ‘antes’
de la violencia, reconciliador y unificador ‘después’ de ella y gracias a ella. Todo lo cual sólo es plenamente
visible a la luz de los análisis anteriores, a la luz del milagro de Apolonio,
a su vez aclarado por los evangelios y la noción de ciclo mimético tal como se
desprende de mis tres primeros capítulos.
En el paroxismo de la crisis se desencadena
la violencia unánime. En muchos de los mitos que más arcaicos nos parecen, y
que, en mi opinión, lo son, en efecto, la unanimidad violenta se presenta como
un alud arrollador más sugerido que reamente descrito y que vuelve a
encontrarse, de forma evidente y manifiesta, en los rituales, los cuales ‘reproducen’ visiblemente, y sospechamos
ya por qué, la violencia unánime y reconciliadora del mecanismo victimario.
En los mitos arcaicos el protagonista es
la comunidad en bloque convertida en masa violenta. Al creerse amenazada por un
individuo aislado, a menudo un extranjero, asesina espontáneamente a quien
considera indeseable. Una violencia que volvemos a encontrar, en plena Grecia
clásica, en el siniestro culto a Dionisos.
Los agresores se precipitan como un solo
hombre sobre su víctima. La histeria colectiva es tal que los agresores se
comportan, literalmente, como animales de presa. Destrozan a su víctima, la
despedazan con las manos, las uñas, los dientes, como si la cólera o el miedo
multiplicase por diez su fuerza física. A veces incluso devoran el cadáver.
Para designar esta súbita, convulsiva
violencia, este puro fenómeno de masas, nuestra lengua carece de término
apropiado. La palabra que nos viene a la boca es, en definitiva, un americanismo:
‘linchamiento’.
Dadas las innumerables variantes de
asesinato colectivo o de inspiración colectiva existentes en los mitos y los
textos bíblicos, dado el realismo de ciertas descripciones y, en fin, dados
también los ritos, creo que una interpretación puramente "simbólica",
la invocación de cualquier tipo de fantasmas -el "fantasma del cuerpo
troceado", por ejemplo- como explicación de esas escenas de violencia está
dictada por un prejuicio sistemático frente a lo real y, personalmente, la
rechazo de manera tajante, aunque sólo sea por el callejón sin salida en que
viene atascándose desde hace siglos el estudio de la mitología.
Puesto que destrozar a la víctima con las
manos desempeña un considerable papel en los mitos arcaicos, ¿por qué no
plantear la hipótesis más sencilla, las más lógica, la de una violencia real
análoga a la lapidación de Éfeso, pero aún más salvaje, aún más espontánea? Y,
puesto que los conflictos miméticos son reales, y concluyen, por lo general,
con un estallido de violencia colectiva, ¿por qué no suponer que, tras la mayor
parte de los mitos, hay una violencia real?
Si los exaltados despedazan a su víctima
con sus propias manos, tienen que estar desarmados. Si tuvieran armas, las
utilizarían. Si no las tienen, es que no pensaban tener necesidad de ellas. Se
habían reunido por razones pacíficas, quizá para acoger a un visitante, y, de
pronto, las cosas empezaron a ir mal...
René Girard, Veo a Satán caer como el
relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.
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