EL
TRIUNFO DE LA CRUZ.- (D) (63)
El mecanismo victimario no es una cuestión
como las demás, simplemente literaria. Es un principio de percepción engañosa
que no puede aparecer claramente en los textos que él mismo rige. Y aunque
aparezca explícitamente, en tanto que principio engañoso, como ocurre en la
Biblia y los Evangelios, no es, desde luego, algo predominante en éstos, en el
sentido en que pueda siempre serlo en los textos en que no aparece.
Ningún texto puede aclarar el
apasionamiento mimético en que descansa, ningún texto puede descansar en el
apasionamiento mimético que declara. No hay, pues, que confundir la cuestión de
la víctima unánime con esa de la que habla la crítica literaria, a saber, uno
de esos ‘temas o motivos’ que se atribuye a un escritor
cuando se comprueba su presencia en sus escritos, o, por el contrario, no le es
atribuido cuando se observa su ausencia.
Si el error en este sentido es fácil de
reconocer, más fácil aún es desconocerlo, y en todas partes se desconoce. Nadie
sospecha que si los mitos no hablan nunca de violencia arbitraria, podría muy
bien ser porque reflejan, sin saberlo, la virulencia de una persecución que no
ve víctimas por ninguna parte sino sólo culpables justamente expulsados, Edipos
que siempre han cometido "realmente" sus parricidios y sus incestos.
Los contenidos míticos están totalmente
determinados por apasionamientos miméticos. Apasionamientos a los que los mitos
quedan demasiado sometidos para sospechar su propia sumisión. Ningún texto
puede aludir al principio de ilusión que lo gobierna.
Ser víctima de una ilusión es considerarla
verdadera, ser, por tanto, incapaz de señalarla en tanto que tal. Al señalar la
primera ilusión perseguidora, la Biblia inicia una revolución que, por medio
del cristianismo, se extenderá poco a poco a toda la humanidad, sin ser
verdaderamente comprendida por los profesionales de la comprensión total. Aquí
reside, en mi opinión, el sentido principal de una de las frases capitales de
los Evangelios desde el punto de vista "epistemológico": "Te
alabo, Padre, Señor del cielo y de la Tierra, porque ocultaste estas cosas a
los sabios y entendidos y se las revelaste a los pequeñuelos" (Mateo
11,25).
La condición ‘sine qua non’ para que el mecanismo victimario se imponga en un
texto es que no aparezca en él como una cuestión explícita. Y lo contrario es
igualmente cierto. Un mecanismo victimario no puede dominar un texto -los
Evangelios- donde aparece explícitamente.
Hay aquí una paradoja cuyo horror hay que
comprender, pues es el horror de la Pasión. Siempre son el individuo o el texto
revelador los considerados responsables de la violencia inexcusable que
revelan. Siempre es el mensajero, en suma, quien es considerado responsable,
como hace la Cleopatra de Shakespeare, de las desagradables noticias que trae.
Lo propio de los mitos es ocultar la violencia. Lo propio de la Escritura
judeocristiana es revelarla y sufrir las consecuencias.
Ese principio de lo ilusorio en que
consiste el mecanismo victimario no puede salir a la luz del día sin perder su
poder estructurante. Exige la ignorancia de los perseguidores "que no
saben lo que están haciendo". Exige, para funcionar bien, las tinieblas de
Satán.
Los mitos no tienen conciencia de su
propia violencia, que traspasan al nivel trascendental divinizando-demonizando
a sus propias víctimas. Y son justamente esas violencias las que en la Biblia
resultan visibles. Las víctimas se convierten en verdaderas víctimas, víctimas
que no son ya culpables, sino inocentes. Los perseguidores se convierten en
verdaderos perseguidores, ahora no inocentes, sino culpables. Esos predecesores
muestran que aquellos a quienes constantemente acusamos de culpables no lo son.
Los inexcusables somos nosotros.
Un mito constituye la no representación mentirosa
que un apasionamiento mimético y su mecanismo victimario brindan de sí mismo
por medio de la comunidad que es juguete de aquel. El apasionamiento mimético
no es nunca algo objetivado, no es nunca algo representado en el seno del
discurso mítico: es el verdadero ‘sujeto’
de éste, siempre oculto. Es lo que los Evangelios denominan Satán o el Diablo.
Si me repito tanto es porque el error que
señalo aparece constantemente repetido a mi alrededor y desempeña un papel
esencial en la paradoja de la Cruz.
René Girard, Veo a Satán caer como el
relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.
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