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jueves, 21 de enero de 2021

INTRODUCCIÓN.- (A) (1)

VEO A SATÁN CAER COMO EL RELÁMPAGO

RENÉ GIRARD

 

INTRODUCCIÓN

INTRODUCCIÓN.- (A) (1)

Lenta, pero inexorablemente, el predominio de lo religioso va retrocediendo en todo el planeta. Entre las especies vivas cuya supervivencia se ve amenazada en nuestro mundo, hay que incluir las religiones. Las poco importantes hace ya tiempo que han muerto, y la salud de las más extendidas no es tan buena como se dice, incluso en el caso del indomable islam, incluso tratándose del abrumadoramente multitudinario hinduismo. Y si en ciertas regiones la crisis es tan lenta que todavía cabe negar su existencia sin que ello parezca demasiado inverosímil, eso no durará. La crisis es universal y en todas partes se acelera, aunque a ritmos diferentes. Se inició en los países más antiguamente cristianizados, y es en ellos donde está más avanzada.

Desde hace siglos sabios y pensadores han augurado la desaparición del cristianismo y, por primera vez, hoy osan afirmar que ha llegado ya la hora. Hemos entrado, anuncian con solemnidad aunque de forma bastante trivial, en la fase postcristiana’ de la historia humana. Es cierto que muchos observadores brindan una interpretación diferente de la situación actual. Cada seis meses "predicen una vuelta de lo religioso". Y agitan el espantajo de los integrismos. Pero esos movimientos sólo movilizan a ínfimas minorías. Son reacciones desesperadas ante la indiferencia religiosa que aumenta en todas partes.

Sin duda, la crisis de lo religioso constituye uno de los datos fundamentales de nuestro tiempo. Para llegar a sus inicios, hay que remontarse a la primera unificación del planeta, a los grandes descubrimientos, quizá incluso más atrás, a todo lo que impulsa la inteligencia humana hacia las comparaciones’. Veamos.

Aunque el comparatismo salvaje afecta a todas las religiones, y en todas hace estragos, las más vulnerables son, evidentemente las más intransigentes, y, en concreto, aquellas que basan la salvación de la humanidad en el suplicio sufrido en Jerusalén por un joven judío desconocido, hace dos mil años. Jesucristo es para el cristianismo el único redentor: " [...] pues ni siquiera hay bajo el cielo otro nombre, que haya sido dado a los hombres, por el que debamos salvarnos" (Hch 4,12).

La moderna feria de las religiones somete la convicción cristiana a una dura prueba. Durante cuatro o cinco siglos, viajeros y etnólogos han ido lanzando a raudales, a un público cada vez más curioso, cada vez más escéptico, descripciones de cultos arcaicos más desconcertantes por su familiaridad que por su exotismo.

Ya en el Imperio Romano, ciertos defensores del paganismo veían en la Pasión y la Resurrección de Jesucristo un mythos’ análogo a los de Osiris, Atis, Adonis, Ormuz, Dionisos y otros héroes y heroínas de los mitos llamados de muerte y resurrección’.

El sacrificio, a menudo por una colectividad, de una víctima, aparece en todas partes, y en todas finaliza con su triunfal reaparición resucitada y divinizada.

En todos los cultos arcaicos existen ritos que conmemoran y reproducen el mito fundador inmolando víctimas, humanas o animales, que sustituyen a la víctima original, aquella cuya muerte y retorno triunfal relatan los mitos. Como regla general los sacrificios concluyen con un ágape celebrado en común. Y siempre es la víctima, animal o humana, el plato de ese banquete. El canibalismo ritual no es "un invento del imperialismo occidental, sino un elemento fundamental de lo religioso arcaico.

Sin que ello signifique abonar la violencia de los conquistadores, no es difícil comprender la impresión que debieron causarles los sacrificios aztecas, en los que veían una diabólica parodia del cristianismo.

Los comparatistas anticristianos no pierden ocasión de identificar la eucaristía cristiana con los festines caníbales. Lejos de excluir esas equiparaciones, el lenguaje de los evangelios las estimula: "De verdad os aseguro, sino coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros", dice Jesús. Y si hemos de creer a Juan, que las recoge (6,48-66), tales palabras asustaron de tal manera a los discípulos que muchos de ellos huyeron para no volver.

A.N. Whitehead lamentaba en 1926 "la inexistencia de una separación clara entre el cristianismo y las burdas fantasías de las viejas religiones tribales.

El teólogo protestante Rudolf Bultmann decía con toda franqueza que el relato evangélico se parece demasiado a cualquiera de los mitos de muerte y resurrección para no ser uno de ellos. Pese a lo cual se consideraba creyente y vinculado con toda firmeza a un cristianismo puramente "existencial", liberado de todo aquello que el hombre moderno considera, legítimamente, increíble "en la época del automóvil y la electricidad".

Así, para extraer de la ganga mitológica su abstracción de quintaesencia cristiana, Bultmann practicaba una operación quirúrgica denominada "desmitificación". Suprimía implacablemente de su credo todo lo que le recordaba a mitología, operación que consideraba objetiva, imparcial y rigurosa. En realidad, no sólo confería un verdadero derecho de veto sobre la revelación cristiana a los automóviles y la electricidad, sino también a la mitología.

Lo que más recuerda en los evangelios a los muertos y las reapariciones mitológicas de las víctimas únicas es la Pasión y la Resurrección de Jesucristo. ¿Se puede desmitificar la mañana de Pascua sin aniquilar el cristianismo? Ello es imposible, de creer a Pablo: "Y si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe" (1Cor 15,17).

(René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.)


ÍNDICE

Introducción

Primera Parte

EL SABER BIBLICO SOBRE LA VIOLENCIA

I.- Es preciso que llegue el escándalo

II.- El ciclo de la violencia mimética

III.- Satán

Segunda Parte

LA SOLUCIÓN AL ENIGMA DE LOS MITOS

IV.- El horrible milagro de Apolonio de Tiana

V.- Mitología

VI.- Sacrificio

VII.- El asesinato fundador

VIII.- Potestades y Principados

Tercera Parte

EL TRIUNFO DE LA CRUZ

IX.- Singularidad de la Biblia

X.- Singularidad de los Evangelios

XI.- El triunfo de la cruz

XII.- El chivo expiatorio

XIII.- La moderna preocupación por las víctimas

XIV.- La doble herencia de Nietzsche

Conclusión

 


INTRODUCCIÓN.- (B) (2)

INTRODUCCIÓN.- (B) (2)

Pese a su exaltación, el comparatismo de los viejos etnólogos no ha llegado a superar nunca el estadio impresionista. Nuestra época postcolonial, tanto por razones de moda intelectual como por oportunismo político, ha sustituido la frenética búsqueda de semejanzas por una glorificación, no menos frenética, de las diferencias. Un cambio a primera vista considerable, pero que, en realidad, carece de importancia. Pues de los millares y millares de briznas de hierba de una pradera podría afirmarse con igual razón que todas son iguales o que todas son diferentes. Las dos fórmulas son equivalentes.

El "pluralismo", el "multiculturalismo" y las demás recientes variaciones del relativismo moderno, aunque en el fondo no se contradicen con los viejos etnólogos comparatistas, hacen inútiles las negaciones brutales del pasado. Cuesta poco entusiasmarse con la "originalidad" y la "creatividad" de todas las culturas y todas las religiones.

Hoy, como ayer, la mayoría de nuestros contemporáneos percibe la equiparación del cristianismo con el mito como una evolución irresistible por cuanto se considera propia de la única clase de saber que nuestro mundo aún respeta: la ciencia. Aunque la naturaleza mítica de los evangelios no esté todavía ‘cien-tí-fi-men-te’ demostrada, un día u otro, se afirma, lo estará.

Pero ¿todo esto es realmente cierto?

No sólo no es cierto, sino que lo cierto es que no lo es. La equiparación de los textos bíblicos y cristianos con mitos es un error fácil de refutar. El carácter irreductible de la diferencia judeocristiana puede demostrarse. Y es esa demostración lo que constituye la materia esencial de este libro.

Al oír la palabra "demostración", todo el mundo da un salto hasta el techo, y los cristianos aún con más celeridad que los ateos. En ningún caso, se dice, los principios de la fe podrían ser objeto de una demostración.

¿Quién habla aquí de fe religiosa? El objeto de mi demostración no tiene nada que ver con los principios de la fe cristiana, de manera directa, al menos. Mi razonamiento trata sobre datos puramente humanos, procede de la antropología religiosa y no de la teología. Se basa en el sentido común y apela sólo a evidencias manifiestas.

Para empezar, habrá que volver, si no al viejo método comparativo’, sí, al menos, a la idea de comparación. Pues lo que los pasados fracasos han demostrado no es la insuficiencia del principio comparatista, sino la de su utilización en sentido único que han venido haciendo los viejos etnólogos antirreligiosos durante el viraje del siglo XIX al XX.

A causa de su hostilidad hacia el cristianismo, esos investigadores se basaban de modo exclusivo en los mitos, a los que trataban como objetos conocidos, y se esforzaban por reducir a objetos de esa clase unos evangelios supuestamente desconocidos, al menos, por quienes los consideraban verdaderos. Si los creyentes hubieran hecho un uso correcto de su razón, se decía, habrían reconocido la naturaleza mítica de su creencia.

Este método presuponía un dominio de la mitología que, en realidad, esos etnólogos no tenían. Y, en consecuencia eran incapaces de definir con precisión lo que entendían por mítico.
Para evitar este callejón sin salida, hay que proceder a la inversa y partir de la Biblia y los evangelios. No se trata de favorecer la tradición judeocristiana y considerar en principio su singularidad como algo demostrado, sino, al contrario, de precisar de entrada todas las semejanzas entre lo mítico, por un lado, y lo bíblico y evangélico, por otro. Mediante una serie de análisis de textos bíblicos y cristianos, en la primera parte de este ensayo (capítulos I-III), y de mitos, en la segunda (IV-VIII), intento demostrar que, tras todas las aproximaciones y equiparaciones, existe algo más que un barrunto: hay una realidad extratextual. Hay un "referente", como dicen los lingüistas, que más o menos es siempre el mismo, un idéntico proceso colectivo, un fenómeno de masas específico, una oleada de violencia mimética y unánime que se da en las comunidades arcaicas cuando un determinado tipo de crisis social llega a su paroxismo. Si realmente es unánime, esta violencia pone fin a la crisis que la precede al reconciliar a la comunidad y hacer que se enfrente a una víctima única y no pertinente, la clase de víctima que solemos llamar "chivo expiatorio".

(René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.)

 

INTRODUCCIÓN.- (C) (3)

INTRODUCCIÓN.- (C) (3)

Lejos de minimizar las semejanzas entre los mitos, por una parte, y lo judeocristiano, por otra, muestro que son aún más espectaculares de lo que los viejos etnólogos pensaban. La violencia central de los mitos arcaicos es muy parecida a la que encontramos en numerosos relatos bíblicos, sobre todo en la Pasión de Cristo.

Lo más frecuente en que en los mitos tenga lugar una especie de linchamiento espontáneo, y, seguramente, eso es lo que le hubiera ocurrido a Cristo, en forma de lapidación, si Pilato, para evitar la revuelta popular, no hubiera ordenado la crucifixión "legal" de Jesús.

Creo que todas las violencias míticas y bíblicas hay que entenderlas como acontecimientos reales cuya recurrencia en cualquier cultura está ligada a la universalidad de cierto tipo de conflicto entre los hombres: las rivalidades miméticas, lo que Jesús llama los escándalos’. Y pienso asimismo que esta secuencia fenoménica, este ciclo mimético se reproduce sin cesar, a un ritmo más o menos rápido, en las comunidades arcaicas. Para detectarla, los evangelios resultan indispensables. puesto que sólo allí se describe de forma inteligible dicho ciclo y se explica su naturaleza.

Por desgracia, ni los sociólogos, que de manera sistemática se alejan de los evangelios, ni paradójicamente los teólogos, siempre dispuestos a favor de una determinada visión filosófica del hombre, tienen un espíritu lo bastante independiente para intuir la importancia antropológica del proceso que los evangelios ponen de relieve, el apasionamiento mimético contra una víctima única.

Hasta ahora sólo el anticristianismo ha reconocido que el proceso producido en innumerables mitos tiene lugar asimismo en la crucifixión de Jesús. El anticristianismo veía ahí un argumento a favor de su tesis. En realidad, lejos de confirmar la concepción mítica del cristianismo, este elemento común, esta acción común, cabalmente entendida, permite sacar a la luz la crucial divergencia nunca hasta el momento observada (salvo, de manera parcial, por Nietzsche), entre los mitos y el cristianismo.

Lejos de ser más o menos equivalentes, como inevitablemente se tiende a pensar dadas las semejanzas respecto al propio acontecimiento, los relatos bíblicos y evangélicos se diferencian de modo radical de los míticos. En los relatos míticos las víctimas de la violencia colectiva son consideradas como culpables. Son, sencillamente, falsos, ilusorios, engañosos. Mientras que en los relatos bíblicos esas mismas víctimas son consideradas inocentes. Son, esencialmente, exactos fiables, verídicos.

Como regla general, los relatos míticos no pueden descifrarse de manera directa, resultan demasiado fantásticos para ser legibles. Las comunidades que los elaboran no pueden hacer otra cosa que transfigurarlos; en todos los casos parecen cegadas por un violento contagio, por un apasionamiento mimético que las persuade de la culpabilidad de su chivo expiatorio y, así, une a sus miembros contra él en lo que puede considerarse una reconciliación. Y es esa reconciliación lo que, en una segunda fase, conduce a la divinización de la víctima, percibida como responsable de la paz finalmente recuperada.

De ahí que las comunidades míticas no comprendan qué les sucede y de ahí, también, que sus relatos parezcan indescifrables. En efecto, los etnólogos no han podido nunca descifrarlos, no han llegado nunca a darse cuenta del espejismo suscitado por la unanimidad violenta, para empezar, porque nunca han detectado, tras la violencia mítica, los fenómenos de masas.

Sólo los textos bíblicos y evangélicos permiten superar esa ilusión, porque sus propios autores la han superado. Tanto la Biblia hebraica como el relato de la Pasión hacen descripciones, en lo esencial exactas, de fenómenos de masas muy semejantes a los que aparecen en los mitos. Inicialmente seducidos y embaucados, como los autores de los mitos, por el contagio mimético, los autores bíblicos y evangélicos al fin cayeron en la cuenta de ese engaño’. Experiencia única que los hace capaces de percibir, tras ese contagio mimético que, como al resto de la masa, llegó a enturbiar también su juicio, la inocencia de la víctima.

Todo ello resulta manifiesto desde el momento mismo en que se coteja atentamente un mito como el de Edipo con un relato bíblico como el de la historia de José (capítulo IX), o con los relatos de la Pasión (capítulo X).

Con todo, para hacer un uso verdaderamente eficaz de los evangelios, se necesita, además, una mirada libre de los prejuicios modernos frente a ciertas nociones evangélicas, desvalorizadas o desacreditadas, con notoria injusticia, por una críticas con pretensiones científicas, en especial, la que se refiere en los evangelios sinópticos a la idea de Satán, alias el Diablo en el evangelio de Juan. Personaje que desempeña un papel clave en el pensamiento cristiano acerca de los conflictos y la génesis de las divinidades mitológicas, y al que el descubrimiento del mimetismo violento muestra en toda su importancia.

(René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.)

 

INTRODUCCIÓN.- (D) (4)

INTRODUCCIÓN.- (D) (4) 

Los mitos invierten sistemáticamente la verdad. Absuelven a los perseguidores y condenan a las víctimas. Son siempre engañosos, porque nacen de un engaño, y, a diferencia de lo que les ocurrió a los discípulos de Emaús tras la Resurrección, nada ni nadie’ acude en su ayuda para iluminarlos.

Representar la violencia colectiva de manera exacta, como hacen los evangelios, es negarle el valor religioso positivo que los mitos le conceden, es contemplarla en su horror puramente humano, moralmente culpable. Es liberarse de esa ilusión mítica que, o bien transforma la violencia en acción loable, sagrada en cuanto útil para la comunidad, o bien la elimina totalmente, como en nuestros días hace la investigación científica sobre la mitología.

Desde el punto de vista antropológico’, la singularidad y la verdad que la tradición judeocristiana reivindican son perfectamente reales, e incluso evidentes. Para apreciar la fuerza, o la debilidad, de esa tesis, no basta la presente introducción; hay que leer la demostración entera. En la tercera y última parte de este libro (capítulos XI-XIV) la absoluta singularidad de cristianismo será plenamente confirmada, y ello no a pesar de su perfecta simetría con la mitología. Mientras que la divinidad de los héroes míticos resulta de la ocultación violenta de la violencia, la atribuida a Cristo hunde sus raíces en el poder revelador de sus palabras y, sobre todo, de su muerte libremente aceptada y que pone de manifiesto no sólo su inocencia sino la de todos los "chivos expiatorios" de la misma clase.

Como puede apreciarse mi análisis no es religioso, sino que desemboca en lo religioso. De ser exacto, sus consecuencias religiosas son incalculables.

El presente libro constituye, en última instancia, lo que antes se llamaba una apología del cristianismo. Su autor no oculta ese aspecto apologético, sino que, al contrario, lo reivindica sin vacilación. Sin embargo, esta defensa "antropológica" del cristianismo no tiene nada que ver ni con las viejas "pruebas de la existencia de Dios", ni con el "argumento ontológico", ni con el temblor "existencial" que ha sacudido brevemente la inercia espiritual del siglo XX. Cosas todas excelentes, en su lugar y en su momento, pero que desde un punto de vista cristiano presentan el gran inconveniente de no tener relación alguna con la Cruz: son más deístas que específicamente cristianas.

Si la Cruz desmitifica toda mitología más eficazmente que los automóviles y la electricidad de Bultmann, si nos libera de ilusiones que se prolongan de modo indefinido en nuestras filosofías y en nuestras ciencias sociales, no podemos prescindir de ella. Así pues, lejos de estar definitivamente pasada de moda y superada, la religión de la Cruz, en su integridad, constituye esa perla de elevado precio cuya adquisición justifica más que nunca el sacrificio de todo lo que poseemos.

(René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.)

 

ES PRECISO QUE LLEGUE EL ESCÁNDALO.- (A) (5)


Primera Parte

EL SABER BÍBLICO SOBRE LA VIOLENCIA

 

I.- ES PRECISO QUE LLEGUE EL ESCÁNDALO

ES PRECISO QUE LLEGUE EL ESCÁNDALO.- (A) (5)

Un análisis atento de la Biblia y los evangelios muestra la existencia en ellos de una concepción original y desconocida del deseo y sus conflictos. Para percibir su antigüedad podemos remontarnos al relato de la caída del Génesis, o a la segunda mitad del decálogo, toda ella dedicada a la prohibición de la violencia contra el prójimo.

Los mandamiento sexto, séptimo, octavo y noveno son tan sencillos como breves. Prohíben las violencias más graves según su orden de gravedad:

No matarás.

No adulterarás. No hurtarás.

No depondrás contra tu prójimo testimonio falso.

El décimo y último mandamiento destaca respecto de los anteriores por su longitud y su objeto: en lugar de prohibir una acción’, prohíbe un deseo’:

No codiciarás la casa de tu prójimo; no codiciarás su mujer, ni su siervo, ni su criada, ni su toro, ni su asno, ni nada de lo que a tu prójimo pertenece.

                                                                                   (Éx 20,17)

Sin ser completamente erróneas, algunas traducciones de la Biblia conducen al lector por una falsa pista. En principio, el verbo "codiciar" sugiere que se trata aquí de un deseo fuera de lo común, un deseo perverso, reservado a los pecadores impenitentes. Pero el término hebreo traducido por "codiciar" significa, sencillamente, "desear". Con él se designa el deseo de Eva por el fruto prohibido, el deseo que condujo al pecado original. La idea de que el decálogo dedique su mandamiento supremo, el más largo de todos, a la prohibición de un deseo marginal, reservado a una minoría, es difícilmente creíble. El décimo mandamiento tiene que referirse a un deseo común a todos los hombres, al deseo por antonomasia

Pero si el decálogo prohíbe incluso el deseo más corriente; ¿no merece el reproche que el mundo moderno hace de forma casi unánime a las prohibiciones religiosas? ¿No refleja el décimo mandamiento esa comezón gratuita de prohibir, ese odio irracional por la libertad que los pensadores modernos atribuyen a lo religioso en general y a la tradición judeocristiana en particular?

Antes de condenar las prohibiciones como "inútilmente represivas", antes de repetir extasiados el lema de los "acontecimientos de mayo del 68" hicieron famoso, "prohibido prohibir", conviene preguntarse sobre las implicaciones del deseo definido en el décimo mandamiento, el deseo de los bienes del prójimo. Si ese deseo es el más común de todos, ¿qué ocurriría si, en lugar de prohibirse, se tolerara e incluso se alentara? Pues que habría una guerra perpetua en el seno de todos los grupos humanos, de todos los subgrupos, de todas las familias. Se abriría de par en par la puerta a la famosa pesadilla de Thomas Hobbes: la guerra de todos contra todos’.

Para aceptar que las prohibiciones culturales son inútiles, como repiten sin reflexionar demasiado los demagogos de la modernidad, hay que adherirse al más radical individualismo, el que presupone la autonomía total de los individuos, es decir, la autonomía de sus deseos’. Dicho de otra forma, hay que creer que los hombres se muestran naturalmente inclinados a no’ desear los bienes del prójimo.

Pero basta con mirar a dos niños o dos adultos que se disputan cualquier fruslería para comprender que ese postulado es falso. Es el postulado opuesto, el único realista, el que sustenta el décimo mandamiento del decálogo. Si los individuos se muestran naturalmente inclinados a desear lo que el prójimo posee, o, incluso, tan sólo desea, en el interior de los grupos humanos ha de existir una tendencia muy fuerte a los conflictos de rivalidad. Y si esa tendencia no se viera contrarrestada, amenazaría de modo permanente la armonía de todas las comunidades, e incluso su supervivencia.

Los deseos emulativos son tanto más temibles porque tienden a reforzarse recíprocamente. Se rigen por el principio de la escalada y la puja. Se trata de un fenómeno tan trivial, tan conocido por todos, tan contrario a la idea que tenemos de nosotros mismos, tan humillante, por tanto, que preferimos alejarlo de nuestra conciencia y hacer como si no existiera, por más que sepamos muy bien que existe. Esta indiferencia ante lo real constituye un lujo que las pequeñas sociedades arcaicas no podían permitirse.

El legislador que prohíbe el deseo de los bienes del prójimo se esfuerza por resolver el problema número uno de toda comunidad humana: la violencia interna.

Al leer el décimo mandamiento, se tiene la impresión de estar asistiendo al proceso intelectual de su elaboración. Para impedir a los hombres que luchen entre sí, el legislador intenta primero prohibirles todos los objetos que sin cesar se están disputando, y decide para ello confeccionar su lista. Pero enseguida cae en la cuenta de que esos objetos son demasiado numerosos: es imposible enumerarlos todos. En vista de lo cual se detiene en su camino, renuncia a hacer hincapié en los objetos, que cambian constantemente, y se vuelve hacia aquel, que siempre está presente: el prójimo, el vecino, el ser de quien, sin duda, se desea todo lo que es suyo’.

Si los objetos que deseamos pertenecen siempre al prójimo, es éste, evidentemente, quien los hace deseables. Así pues, al formular la prohibición, el prójimo deberá suplantar a los objetos, y, en efecto, los suplantará en el último tramo de la frase, que prohíbe no objetos enumerados uno a uno, sino todo’ lo que es del prójimo.

Aun sin definirlo explícitamente, lo que el décimo mandamiento esboza es una "revolución copernicana" en la inteligencia del deseo. Creemos que el deseo es objetivo o subjetivo, pero, en realidad, depende de otro que da valor a los objetos: el tercero más próximo, el prójimo. De modo que, para mantener la paz entre los hombres, hay que definir lo prohibido en función de este temible hecho probado: el prójimo es el modelo de nuestros deseos. Eso es lo que llamo deseo mimético.

(René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.)

 


ES PRECISO QUE LLEGUE EL ESCÁNDALO.- (B) (6)

ES PRECISO QUE LLEGUE EL ESCÁNDALO.- (B) (6)

El deseo mimético no siempre es conflictivo, pero suele serlo, y ello por razones que el décimo mandamiento hace evidentes. El objeto que deseo, siguiendo el modelo de mi prójimo, éste quiere conservarlo, reservarlo para su propio uso, lo que significa que no se lo dejará arrebatar sin luchar. Así contrarrestado mi deseo, en lugar de desplazarse entonces hacia otro objeto, nueve de cada diez veces persistirá y se reforzará imitando más que nunca el deseo de su modelo.

La oposición exaspera el deseo, sobre todo, cuando procede de quien lo inspira. Y si al principio no procede de él, pronto lo hará, puesto que si la imitación de deseo del prójimo crea la rivalidad, ésta, a su vez, origina la imitación.

La aparición de un rival parece confirmar lo bien fundado del deseo, el valor inmenso del objeto deseado. La imitación se refuerza en el seno de la hostilidad, aunque los rivales hagan todo lo que puedan por ocultar a los otros, y a sí mismos, la causa de ese reforzamiento.

Lo contrario es también verdad. Al imitar su deseo, doy a mi rival la impresión de que no le faltan buenas razones para desear lo que desea, para poseer lo que posee, con lo que la intensidad de su deseo se duplica.

Como regla general, la posesión tranquila debilita el deseo. Al dar a mi modelo un rival, en algún modo le restituyo el deseo que me presta. Doy un modelo a mi propio modelo, y el espectáculo de mi deseo refuerza el suyo justo en el momento en que, al oponérseme, refuerza el mío. Ese hombre cuya esposa deseo, por ejemplo, quizá hacía tiempo que había dejado de desearla. Su deseo estaba muerto, y al contacto con el mío, que está vivo, ha resucitado...

(René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.)

 

ES PRECISO QUE LLEGUE EL ESCÁNDALO.- (C) (7)

ES PRECISO QUE LLEGUE EL ESCÁNDALO.- (C) (7)

La naturaleza mimética del deseo explica el mal funcionamiento habitual de las relaciones humanas. Nuestras ciencias sociales deberían considerar un fenómeno que hay que calificar de normal’, mientras que, al contrario, se obstina en estimar la discordia como algo accidental, tan imprevisible, por consiguiente, que es imposible tenerla en cuenta en el estudio de la cultura.

No sólo nos mostramos ciegos ante las rivalidades miméticas en nuestro mundo, sino que las ensalzamos cada vez que celebramos la pujanza de nuestros deseos. Nos congratulamos de ser portadores de un deseo que posee la capacidad de "expansión de las cosas infinitas", pero no vemos, en cambio, lo que esa infinitud oculta: la idolatría por el prójimo, forzosamente asociada a la idolatría por nosotros mismos, pero que hace muy malas migas con ella.

Los inextricables conflictos que resultan de nuestra doble idolatría constituyen la fuente principal de la violencia humana. estamos tanto más abocados a sentir por nuestro prójimo una adoración que se transforme en odio cuanto más desesperadamente nos adoramos a nosotros mismos, cuanto más "individualistas" nos creemos. De ahí el famoso mandamiento del Levítico, para cortar por lo sano con todo esto: "Amarás al prójimo como’ a ti mismo", es decir, lo amarás ni más ni menos que a ti mismo.

La rivalidad de los deseos no sólo tiende a exasperarse, sino que, al hacerlo, se expande por los alrededores, se transmite a unos terceros tan ávidos de falta de infinitud como nosotros. La fuente principal de la violencia entre los hombres es la rivalidad mimética. No es accidental, pero tampoco es fruto de un "instinto de agresión" o de una "pulsión agresiva".

(René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.)

 

ES PRECISO QUE LLEGUE EL ESCÁNDALO.- (D) (8)

ES PRECISO QUE LLEGUE EL ESCÁNDALO.- (D) (8)

Las rivalidades miméticas pueden acabar resultando tan intensas que los rivales se desacrediten recíprocamente, se arrebaten sus posesiones, seduzcan a sus respectivas esposas y, llegado el caso, no retrocedan ni ante el asesinato.

Acabo otra de vez de mencionar, como el lector habrá observado, aunque esta vez en el orden inverso al del decálogo, las cuatro grandes violencias prohibidas por los cuatro mandamientos que preceden al décimo, y que ya he citado al principio de este capítulo.

Si el decálogo dedica su último mandamiento a prohibir el deseo de los bienes del prójimo, es porque reconoce en él, lúcidamente, al responsable de las violencias prohibidas en los cuatro mandamientos anteriores.

Si no se desearan los bienes del prójimo, nadie sería nunca culpable de homicidio, ni de adulterio, ni de robo, ni de falso testimonio. Si se respetara el décimo mandamiento, los cuatro anteriores serían superfluos.

En lugar de comenzar por la causa y continuar por las consecuencias, como se haría en una exposición filosófica, el decálogo sigue el orden inverso. Se previene primero frente a lo que más prisa corre: para alejar la violencia, prohíbe las acciones violentas. Y se vuelve a continuación hacia la causa, y descubre que es el deseo inspirado por el prójimo. Y lo prohíbe a su vez, aunque sólo puede hacerlo en la medida en que los objetos deseados son legalmente poseídos por uno de los dos rivales. Pues no puede desalentar todas’ las rivalidades del deseo.

(René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.)

 

ES PRECISO QUE LLEGUE EL ESCÁNDALO.- (E) (9)

ES PRECISO QUE LLEGUE EL ESCÁNDALO.- (E) (9)

Si se analizan las prohibiciones de las sociedades arcaicas a la luz del décimo mandamiento, se comprueba que, sin llegar a ser tan lúcidas como éste, se refuerzan asimismo por prohibir el deseo mimético y sus rivalidades.

Las prohibiciones aparentemente más arbitrarias no son fruto de ninguna neurosis, ni de resentimiento alguno de viejos gruñones, sólo deseosos de impedir a los jóvenes que se diviertan. En principio, las prohibiciones no tienen nada de caprichoso ni de mezquino, se basan en una intuición semejante a la del decálogo, pero sujeta a todo tipo de confusiones.

Muchas de las leyes arcaicas, sobre todo en África, condenan a muerte a todos los mellizos que nacen en la comunidad, o sólo a uno de cada par. Una regla absurda, sin duda, pero que no prueba en absoluto la "verdad del relativismo cultural". Las culturas que no toleran los mellizos confunden su semejanza natural, de orden biológico, con los efectos "indiferenciadores" de las rivalidades miméticas. Cuanto más se exasperan esas rivalidades, más intercambiables resultan, en el seno de la oposición mimética, los papeles de modelos, de obstáculo y de imitador.

En suma, paradójicamente, cuanto más se envenena su antagonismo, más se asemejan los antagonistas. Éstos se oponen entre sí de modo tanto más implacable cuanto más borradas quedan por su oposición las diferencias reales que antes los separaban. Por más que la envidia, los celos y el odio hagan uniforme a quienes se oponen, en nuestro mundo se rehúsa pensar en esas pasiones en función de las semejanzas e identidades que constantemente engendran. Sólo hay palabras para la falaz celebración de las diferencias -esa celebración que hace hoy más estragos que nunca en nuestras sociedades-, y no porque las diferencias reales aumenten sino porque desaparecen.

(René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.)


 

ES PRECISO QUE LLEGUE EL ESCÁNDALO.- (F) (10)

ES PRECISO QUE LLEGUE EL ESCÁNDALO.- (F) (10)

La revolución que anuncia y prepara el décimo mandamiento se consuma plenamente en los evangelios. Si Jesús no habla nunca en términos de prohibiciones y, en cambio, lo hace siempre en términos de modelos e imitación, es porque llega hasta el fondo de la lección del décimo mandamiento. Y cuando nos recomienda que lo imitemos, no es por narcisismo, sino para alejarnos de las rivalidades miméticas.

¿En qué debe centrarse, exactamente, la imitación de Jesucristo? No en su manera de ser o en sus hábitos personales: nunca en los evangelios se dice esto. Tampoco Jesús propone una regla de vida ascética en el sentido de Tomás de Kempis y su célebre Imitación de Cristo’, por muy admirable que esta obra sea. Lo que Jesús nos invita a imitar es su propio deseo, el impulso que lo lleva a él, a Jesús, hacia el fin que se ha fijado: parecerse lo más posible a Dios Padre.

La invitación a imitar el deseo de Jesús puede parecer paradójica puesto que Jesús no pretende poseer un deseo propio, un deseo específicamente "suyo". Contrariamente a lo que nosotros pretendemos, no pretende "ser él mismo", no se vanagloria de "obedecer sólo a sus propios deseos". Su objetivo es llegar a ser la imagen’ perfecta de Dios. Y por eso dedica todas sus fuerzas a imitar a ese Padre. Y al invitarnos a imitarlo nos invita a imitar su propia imitación.

Una invitación que, lejos de paradójica, es más razonable que la de nuestros modernos gurús, que nos invitan a hacer lo contrario de lo que ellos hacen o, al menos, pretenden hacer. Cada uno de ellos pide, en efecto, a sus discípulos que imiten en él al gran hombre que no imita a nadie. Por el contrario, Jesús nos invita a hacer lo que él hace, a que nos convirtamos, exactamente como él, en imitadores de Dios Padre.

(René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.)


 

ES PRECISO QUE LLEGUE EL ESCÁNDALO.- (G) (11)

ES PRECISO QUE LLEGUE EL ESCÁNDALO.- (G) (11)

¿Por qué Jesús considera al Padre y a sí mismo los mejores modelos para todos los hombres? Porque ni el Padre ni el Hijo desean con avidez, con egoísmo. Dios "hace que el sol se levante sobre malos y buenos". Da sin escatimar, sin señalar diferencia alguna entre los hombres. Deja que las malas hierbas crezcan en compañía de las buenas hasta el momento de la cosecha. Si imitamos el desinterés divino, nunca se cerrará sobre nosotros la trampa de las rivalidades miméticas. De ahí que Jesús diga también: "Pedid y se os dará...".

Cuando Jesús afirma que no sólo no abole la Ley, sino que la lleva a su culminación, formula una consecuencia lógica de su enseñanza. La finalidad de la Ley es la paz entre los hombres. Jesús no desprecia nunca la Ley, ni siquiera cuando reviste la forma de prohibición. A diferencia de los pensadores modernos, sabe perfectamente que, para impedir los conflictos, hay que comenzar por las prohibiciones.

Sin embargo, el inconveniente de las prohibiciones es que no desempeñan su papel de manera satisfactoria. Su carácter sobre todo negativo, como Pablo comprendió muy bien, aviva forzosamente en nosotros la tendencia mimética y la transgresión. La mejor manera de prevenir la violencia consiste no en prohibir objetos, o incluso el deseo de emulación, como hace el décimo mandamiento, sino en proporcionar a los hombres un modelo que, en lugar de arrastrar a las rivalidades miméticas, los proteja de ellas.

(René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.)


 

ES PRECISO QUE LLEGUE EL ESCÁNDALO.- (H) (12)

ES PRECISO QUE LLEGUE EL ESCÁNDALO.- (H) (12)

A menudo creemos imitar al verdadero Dios y, en realidad, sólo imitamos a lo falsos modelos de autonomía e invulnerabilidad. Y, en lugar de hacernos autónomos e invulnerables, nos entregamos, por el contrario, a las rivalidades, de imposible expiación. Lo que para nosotros diviniza a esos modelos es su triunfo en rivalidades miméticas cuya violencia nos oculta su insignificancia.

Lejos de surgir en un universo exento de imitación, el mandamiento de imitar a Jesús se dirige a seres penetrados de mimetismo. Los no cristianos se imaginan que, para convertirse, tendrían que renunciar a una autonomía que todos los hombres poseen de manera natural, una autonomía de la que Jesús quisiera privarlos. En realidad, en cuanto empezamos a imitar a Jesús, descubrimos que, desde siempre, hemos sido imitadores. Nuestra aspiración a la autonomía nos ha llevado a arrodillarnos ante seres que, incluso si no son peores que nosotros, no por eso dejan de ser malos modelos puesto que no podemos imitarlos sin caer con ellos en la trampa de las rivalidades inextricables.

Al imitar a nuestros modelos de poder y prestigio, a la autonomía, esa autonomía que siempre creemos que por fin vamos a conquistar, no es más que un reflejo de las ilusiones proyectadas por la admiración que nos inspiran tanto menos consciente de su mimetismo cuanto más mimética es. Cuanto más "orgullosos" y "egoístas" somos, más sojuzgados estamos por los modelos que nos aplastan.

Aunque el gran responsable de las violencias que nos abruman sea el mimetismo del deseo humano, no hay que deducir de ello que el deseo mimético es en sí mismo malo. Si nuestros deseos no fueran miméticos, estarían fijados para siempre en objetos predeterminados, constituirían una forma particular del instinto. Como vacas en un prado, los hombres no podrían cambiar de deseo nunca. Sin deseo mimético, no puede haber humanidad. El deseo mimético es, intrínsecamente, bueno.

El hombre es una criatura que ha perdido parte de su instinto animal a cambio de obtener eso que se llama deseo. Saciadas sus necesidades naturales, los hombres desean intensamente, pero sin saber con certeza qué, pues carecen de un instinto que los guíe. No tienen deseo propio. Lo propio del deseo es que no sea propio. Para desear verdaderamente, tenemos que recurrir a los hombres que nos rodean, tenemos que recibir prestados sus deseos.

Un préstamo éste que suele hacerse sin que ni el prestamista ni el prestatario se den cuenta de ello. No es sólo el deseo de lo que uno recibe de aquellos a quienes ha tomado como modelos, sino multitud de comportamientos, actitudes, saberes, prejuicios, preferencias etcétera, en el seno de los cuales el préstamo de mayores consecuencias, el deseo, pasa a menudo inadvertido.

La única cultura verdaderamente nuestra no es aquella en la que hemos nacido, sino aquella cuyos modelos imitamos a esa edad en la que tenemos una capacidad de asimilación mimética máxima. Si su deseo no fuera mimético, si los niños no eligieran como modelo, por fuerza, a los seres humanos que los rodean, la humanidad no tendría lenguaje ni cultura. Si el deseo no fuera mimético, no estaríamos abiertos ni a lo humano ni a lo divino. De ahí que, necesariamente, sea en este último ámbito donde nuestra incertidumbre es mayor y más intensa nuestra necesidad de modelos.

El deseo mimético nos hace escapar de la animalidad. Es responsable de lo mejor y de lo peor que tenemos, de lo que nos sitúa por debajo de los animales tanto como de lo que nos eleva por encima de ellos. Nuestras interminables discordias son el precio de nuestra libertad.

(René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.)


 

ES PRECISO QUE LLEGUE EL ESCÁNDALO.- (I) (13)

ES PRECISO QUE LLEGUE EL ESCÁNDALO.- (I) (13)   

Cabría objetar que, si la rivalidad mimética’ desempeña un papel esencial en los evangelios, ¿cómo es que Jesús no nos previene contra ella? En realidad, si nos previene, pero no lo sabemos. Cuando dice que se opone a nuestras ilusiones, no le entendemos. Las palabras griegas que designan la rivalidad mimética y sus consecuencias son el sustantivo skándalon’ y el verbo skandalízein’. En los evangelios sinópticos Jesús dedica al escándalo una enseñanza tan notable por su longitud como por su intensidad.

Como el término hebreo que traduce la versión griega de los Setenta, "escándalo" no significa uno de esos obstáculos corrientes que pueden evitarse sin apenas esfuerzo tras haber tropezado con ellos por primera vez, sino un obstáculo paradójico que resulta casi imposible de evitar; en efecto, cuanto más rechazo suscita en nosotros, más nos atrae. Cuanto más afectado está el escandalizado por el hecho de que ha suscitado su escándalo, con más ardor vuelve a escandalizarse.

Para comprender este extraño fenómeno, basta con reconocer en lo que acabo de describir el comportamiento de los rivales miméticos, que, al prohibirse mutuamente el objeto que codician, refuerzan cada vez más su doble deseo. Al situarse ambos de manera sistemática frente al otro para escapar así de su inexorable rivalidad, vuelven siempre a chocar con el fascinante obstáculo que para los dos representa su oponente.

Con los escándalos sucede lo mismo que con la falsa infinitud de las rivalidades miméticas. Segregan en cantidades crecientes envidia, celos, resentimiento, odio, todas las toxinas más nocivas, y nocivas no sólo para los antagonistas iniciales, sino para todos aquellos que se dejen fascinar por la intensidad de los deseos emulativos.

En la escalada de los escándalos, cada represalia suscita otra nueva, más violenta que la anterior. Así, si no ocurre nada que la detenga, la espiral desemboca necesariamente en las venganzas encadenadas, fusión perfecta de violencia y mimetismo.

La palabra griega skandalizein’ procede de un verbo que significa "cojear". ¿Qué parece un cojo? Un individuo que sigue como a su sombra a un obstáculo invisible con el que no deja de tropezar.

"¡Desgraciado quien trae el escándalo!" Jesús reserva su advertencia más solemne a los adultos que arrastran a los niños a la cárcel infernal del escándalo. Cuanto más inocente y confiada es la imitación, más fácil resulta escandalizar, y más culpables es quien lo hace.    

Los escándalos son tan temibles que, para ponernos en guardia contra ellos, Jesús recurre a un estilo hiperbólico poco habitual en él: "Si tu mano o tu pie, te hace caer, córtalo [...] Y si tu ojo te hace caer, arráncalo [...]" (Mt 18,8-9).

Los freudianos dan una explicación puramente sintomática de la palabra escándalo. Su prejuicio hostil les impide reconocer en esa idea la definición auténtica de lo que llaman "repetición compulsiva".

Para hacer a la Biblia psicoanalíticamente correcta, los traductores modernos, al parecer más intimidados por Freud que por el Espíritu Santo, se esfuerzan por eliminar todos los términos censurados por el dogmatismo contemporáneo, y sustituyen en sosos eufemismos esa admirable "piedra de escándalo", por ejemplo, de nuestras antiguas Biblias, la única dimensión que captura la dimensión repetitiva y "adictiva" de los escándalos.

Jesús no se extrañaría al ver que se desconoce su enseñanza. No se hace ninguna ilusión sobre la forma en que su mensaje será recibido. A la gloria procedente de Dios, invisible en este bajo mundo, la mayoría prefiere la gloria que procede de los hombres, la que multiplica a su paso los escándalos y que consiste triunfar en las luchas de rivalidades miméticas tan a menudo organizadas por los poderes de este mundo, militares, políticos, económicos, deportivos, sexuales, artísticos, intelectuales... e incluso religiosos.

La Frase "es preciso que llegue el escándalo" no tiene nada que ver ni con la fatalidad antigua ni con el "determinismo científico" moderno. Aunque de manera individual los hombres no estén fatalmente condenados a las rivalidades miméticas, las comunidades, por el gran número de individuos que contienen, no pueden escapar de ellas. Desde el momento que se produce el primer escándalo, éste crea otros, con el resultado de crisis miméticas’ que constantemente se extienden y se agravan.

(René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.)


 

miércoles, 20 de enero de 2021

EL CICLO DE LA VIOLENCIA MIMÉTICA.- (A) (14)

II.- EL CICLO DE LA VIOLENCIA MIMÉTICA

EL CICLO DE LA VIOLENCIA MIMÉTICA.- (A) (14)

Aún favorable a Jesús en el momento de su entrada en Jerusalén, la masa se vuelve súbitamente contra él, y su hostilidad se hace tan contagiosa que se propaga a los más diversos individuos. En los tres primeros evangelios, sobre todo, en los relatos de las Pasión predomina la uniformidad de las reacciones de los testigos, es decir, la omnipotencia de lo colectivo, o dicho de otra forma, la actitud mimética.

Toda la temática de los evangelios conduce a la Pasión. Y los escándalos desempeñan en ellos un papel demasiado importante para escapar a esa ley de convergencia hacia la crucifixión. Tiene, pues, que haber una relación entre esas dos formas de mimetismo violento, por ajenas que a primera vista parezcan entre sí.

Pedro constituye el ejemplo más espectacular del contagio mimético. Su amor por Jesús, tan sincero como profundo, es indiscutible. Y, sin embargo, una vez se halla el apóstol en un medio hostil a Jesús, es incapaz de no imitar su hostilidad. Y si el primero de sus discípulos, la roca sobre la cual se edificará la Iglesia, sucumbe a la presión colectiva, ¿cómo esperar que en torno a Pedro la humanidad media resista?

Para anunciar que Pedro renegará de él, Jesús se refiere expresamente al papel desempeñado por el escándalo -es decir, el mimetismo conflictivo- en la existencia del apóstol. Los evangelios lo muestran como una marioneta accionada por su propio mimetismo, incapaz de resistir las sucesivas presiones que en cada momento se ejercen sobre él.

Quienes buscan las causas de su triple abjuración sólo en su "temperamento", o en su "psicología", toman, me parece, un camino equivocado. No ven nada en ese episodio que sobrepase al individuo Pedro. Y les parece posible, por lo tanto, realizar un "retrato" del apóstol. Al atribuirle un "temperamento especialmente influenciable", o mediante otras fórmulas semejantes, destruyen la ejemplaridad del acontecimiento y minimizan su alcance.

Al sucumbir a un mimetismo del que ninguno de los testigos de la Pasión escapa, Pedro no se diferencia de sus vecinos en el sentido en que toda explicación psicológica distingue a quien es objeto de ella.

El recurso a esta clase de explicación no es tan inocente como parece. Si se rechaza la interpretación mimética y se intenta explicar ese momento en que Pedro flaquea por causas puramente individuales, se intenta demostrar, aunque de forma, sin duda inconsciente, que, en su lugar, uno habría reaccionado de forma diferente, no habría renegado de Jesús.

Se trata de una versión más antigua de esa misma maniobra que Jesús reprocha a los fariseos cuando los ve alzar tumbas a los profetas que sus padres han asesinado. Tras las espectaculares demostraciones de piedad por las víctimas de nuestros predecesores a menudo se oculta una voluntad de justificarse a sus expensas. "Si hubiéramos vivido en tiempos de nuestros padres", piensan los fariseos, "no nos habríamos unido a ellos para verter la sangre de los profetas".

Los hijos repiten los crímenes de sus padres precisamente porque se creen superiores a ellos desde el punto de vista moral. Esta falsa diferencia es la base de la ilusión mimética del individualismo moderno, de la resistencia hasta el paroxismo a la concepción mimética repetitiva, de las relaciones entre los hombres. Y es esta resistencia, paradójicamente, la causa de la repetición.

(René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.)