VEO A SATÁN CAER COMO EL RELÁMPAGO
RENÉ GIRARD
INTRODUCCIÓN
INTRODUCCIÓN.-
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Lenta,
pero inexorablemente, el predominio de lo religioso va retrocediendo en todo el
planeta. Entre las especies vivas cuya supervivencia se ve amenazada en nuestro
mundo, hay que incluir las religiones. Las poco importantes hace ya tiempo que
han muerto, y la salud de las más extendidas no es tan buena como se dice,
incluso en el caso del indomable islam, incluso tratándose del abrumadoramente
multitudinario hinduismo. Y si en ciertas regiones la crisis es tan lenta que
todavía cabe negar su existencia sin que ello parezca demasiado inverosímil,
eso no durará. La crisis es universal y en todas partes se acelera, aunque a
ritmos diferentes. Se inició en los países más antiguamente cristianizados, y
es en ellos donde está más avanzada.
Desde
hace siglos sabios y pensadores han augurado la desaparición del cristianismo
y, por primera vez, hoy osan afirmar que ha llegado ya la hora. Hemos entrado,
anuncian con solemnidad aunque de forma bastante trivial, en la fase ‘postcristiana’ de la historia humana. Es
cierto que muchos observadores brindan una interpretación diferente de la
situación actual. Cada seis meses "predicen una vuelta de lo
religioso". Y agitan el espantajo de los integrismos. Pero esos
movimientos sólo movilizan a ínfimas minorías. Son reacciones desesperadas ante
la indiferencia religiosa que aumenta en todas partes.
Sin
duda, la crisis de lo religioso constituye uno de los datos fundamentales de
nuestro tiempo. Para llegar a sus inicios, hay que remontarse a la primera
unificación del planeta, a los grandes descubrimientos, quizá incluso más
atrás, a todo lo que impulsa la inteligencia humana hacia las ‘comparaciones’. Veamos.
Aunque
el comparatismo salvaje afecta a todas las religiones, y en todas hace
estragos, las más vulnerables son, evidentemente las más intransigentes, y, en
concreto, aquellas que basan la salvación de la humanidad en el suplicio
sufrido en Jerusalén por un joven judío desconocido, hace dos mil años.
Jesucristo es para el cristianismo el único redentor: " [...] pues ni
siquiera hay bajo el cielo otro nombre, que haya sido dado a los hombres, por
el que debamos salvarnos" (Hch 4,12).
La
moderna feria de las religiones somete la convicción cristiana a una dura
prueba. Durante cuatro o cinco siglos, viajeros y etnólogos han ido lanzando a
raudales, a un público cada vez más curioso, cada vez más escéptico,
descripciones de cultos arcaicos más desconcertantes por su familiaridad que
por su exotismo.
Ya
en el Imperio Romano, ciertos defensores del paganismo veían en la Pasión y la
Resurrección de Jesucristo un ‘mythos’
análogo a los de Osiris, Atis, Adonis, Ormuz, Dionisos y otros héroes y
heroínas de los mitos llamados de ‘muerte
y resurrección’.
El
sacrificio, a menudo por una colectividad, de una víctima, aparece en todas
partes, y en todas finaliza con su triunfal reaparición resucitada y
divinizada.
En
todos los cultos arcaicos existen ritos que conmemoran y reproducen el mito
fundador inmolando víctimas, humanas o animales, que sustituyen a la víctima
original, aquella cuya muerte y retorno triunfal relatan los mitos. Como regla
general los sacrificios concluyen con un ágape celebrado en común. Y siempre es
la víctima, animal o humana, el plato de ese banquete. El canibalismo ritual no
es "un invento del imperialismo occidental, sino un elemento fundamental de
lo religioso arcaico.
Sin
que ello signifique abonar la violencia de los conquistadores, no es difícil
comprender la impresión que debieron causarles los sacrificios aztecas, en los
que veían una diabólica parodia del cristianismo.
Los
comparatistas anticristianos no pierden ocasión de identificar la eucaristía
cristiana con los festines caníbales. Lejos de excluir esas equiparaciones, el
lenguaje de los evangelios las estimula: "De verdad os aseguro, sino
coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en
vosotros", dice Jesús. Y si hemos de creer a Juan, que las recoge
(6,48-66), tales palabras asustaron de tal manera a los discípulos que muchos
de ellos huyeron para no volver.
A.N.
Whitehead lamentaba en 1926 "la inexistencia de una separación clara entre
el cristianismo y las burdas fantasías de las viejas religiones tribales.
El
teólogo protestante Rudolf Bultmann decía con toda franqueza que el relato
evangélico se parece demasiado a cualquiera de los mitos de muerte y
resurrección para no ser uno de ellos. Pese a lo cual se consideraba creyente y
vinculado con toda firmeza a un cristianismo puramente "existencial",
liberado de todo aquello que el hombre moderno considera, legítimamente, increíble
"en la época del automóvil y la electricidad".
Así,
para extraer de la ganga mitológica su abstracción de quintaesencia cristiana,
Bultmann practicaba una operación quirúrgica denominada
"desmitificación". Suprimía implacablemente de su credo todo lo que
le recordaba a mitología, operación que consideraba objetiva, imparcial y
rigurosa. En realidad, no sólo confería un verdadero derecho de veto sobre la
revelación cristiana a los automóviles y la electricidad, sino también a la
mitología.
Lo
que más recuerda en los evangelios a los muertos y las reapariciones
mitológicas de las víctimas únicas es la Pasión y la Resurrección de
Jesucristo. ¿Se puede desmitificar la mañana de Pascua sin aniquilar el
cristianismo? Ello es imposible, de creer a Pablo: "Y si Cristo no ha
resucitado, vana es vuestra fe" (1Cor 15,17).
(René
Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.)
ÍNDICE
Introducción
Primera Parte
EL SABER BIBLICO SOBRE LA VIOLENCIA
I.-
Es preciso que llegue el escándalo
II.-
El ciclo de la violencia mimética
III.- Satán
Segunda Parte
LA SOLUCIÓN AL ENIGMA DE LOS MITOS
IV.-
El horrible milagro de Apolonio de Tiana
V.-
Mitología
VI.-
Sacrificio
VII.-
El asesinato fundador
VIII.- Potestades y Principados
Tercera Parte
EL TRIUNFO DE LA CRUZ
IX.-
Singularidad de la Biblia
X.-
Singularidad de los Evangelios
XI.-
El triunfo de la cruz
XII.-
El chivo expiatorio
XIII.-
La moderna preocupación por las víctimas
XIV.- La doble herencia de Nietzsche
Conclusión