INTRODUCCIÓN.-
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Lejos
de minimizar las semejanzas entre los mitos, por una parte, y lo
judeocristiano, por otra, muestro que son aún más espectaculares de lo que los
viejos etnólogos pensaban. La violencia central de los mitos arcaicos es muy
parecida a la que encontramos en numerosos relatos bíblicos, sobre todo en la
Pasión de Cristo.
Lo
más frecuente en que en los mitos tenga lugar una especie de linchamiento
espontáneo, y, seguramente, eso es lo que le hubiera ocurrido a Cristo, en
forma de lapidación, si Pilato, para evitar la revuelta popular, no hubiera
ordenado la crucifixión "legal" de Jesús.
Creo
que todas las violencias míticas y bíblicas hay que entenderlas como
acontecimientos reales cuya recurrencia en cualquier cultura está ligada a la
universalidad de cierto tipo de conflicto entre los hombres: las rivalidades
miméticas, lo que Jesús llama los ‘escándalos’.
Y pienso asimismo que esta secuencia fenoménica, este ciclo mimético se
reproduce sin cesar, a un ritmo más o menos rápido, en las comunidades
arcaicas. Para detectarla, los evangelios resultan indispensables. puesto que
sólo allí se describe de forma inteligible dicho ciclo y se explica su
naturaleza.
Por
desgracia, ni los sociólogos, que de manera sistemática se alejan de los
evangelios, ni paradójicamente los teólogos, siempre dispuestos a favor de una
determinada visión filosófica del hombre, tienen un espíritu lo bastante
independiente para intuir la importancia antropológica del proceso que los
evangelios ponen de relieve, el apasionamiento mimético contra una víctima
única.
Hasta
ahora sólo el anticristianismo ha reconocido que el proceso producido en
innumerables mitos tiene lugar asimismo en la crucifixión de Jesús. El
anticristianismo veía ahí un argumento a favor de su tesis. En realidad, lejos
de confirmar la concepción mítica del cristianismo, este elemento común, esta
acción común, cabalmente entendida, permite sacar a la luz la crucial
divergencia nunca hasta el momento observada (salvo, de manera parcial, por
Nietzsche), entre los mitos y el cristianismo.
Lejos
de ser más o menos equivalentes, como inevitablemente se tiende a pensar dadas
las semejanzas respecto al propio acontecimiento, los relatos bíblicos y
evangélicos se diferencian de modo radical de los míticos. En los relatos
míticos las víctimas de la violencia colectiva son consideradas como culpables.
Son, sencillamente, falsos, ilusorios, engañosos. Mientras que en los relatos
bíblicos esas mismas víctimas son consideradas inocentes. Son, esencialmente,
exactos fiables, verídicos.
Como
regla general, los relatos míticos no pueden descifrarse de manera directa,
resultan demasiado fantásticos para ser legibles. Las comunidades que los
elaboran no pueden hacer otra cosa que transfigurarlos; en todos los casos
parecen cegadas por un violento contagio, por un apasionamiento mimético que
las persuade de la culpabilidad de su chivo expiatorio y, así, une a sus
miembros contra él en lo que puede considerarse una reconciliación. Y es esa
reconciliación lo que, en una segunda fase, conduce a la divinización de la
víctima, percibida como responsable de la paz finalmente recuperada.
De
ahí que las comunidades míticas no comprendan qué les sucede y de ahí, también,
que sus relatos parezcan indescifrables. En efecto, los etnólogos no han podido
nunca descifrarlos, no han llegado nunca a darse cuenta del espejismo suscitado
por la unanimidad violenta, para empezar, porque nunca han detectado, tras la
violencia mítica, los fenómenos de masas.
Sólo
los textos bíblicos y evangélicos permiten superar esa ilusión, porque sus
propios autores la han superado. Tanto la Biblia hebraica como el relato de la
Pasión hacen descripciones, en lo esencial exactas, de fenómenos de masas muy
semejantes a los que aparecen en los mitos. Inicialmente seducidos y
embaucados, como los autores de los mitos, por el contagio mimético, los
autores bíblicos y evangélicos ‘al
fin cayeron en la cuenta de ese engaño’. Experiencia única que los hace
capaces de percibir, tras ese contagio mimético que, como al resto de la masa,
llegó a enturbiar también su juicio, la inocencia de la víctima.
Todo
ello resulta manifiesto desde el momento mismo en que se coteja atentamente un
mito como el de Edipo con un relato bíblico como el de la historia de José
(capítulo IX), o con los relatos de la Pasión (capítulo X).
Con
todo, para hacer un uso verdaderamente eficaz de los evangelios, se necesita,
además, una mirada libre de los prejuicios modernos frente a ciertas nociones
evangélicas, desvalorizadas o desacreditadas, con notoria injusticia, por una
críticas con pretensiones científicas, en especial, la que se refiere en los
evangelios sinópticos a la idea de Satán, alias el Diablo en el evangelio de
Juan. Personaje que desempeña un papel clave en el pensamiento cristiano acerca
de los conflictos y la génesis de las divinidades mitológicas, y al que el
descubrimiento del mimetismo violento muestra en toda su importancia.
(René
Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Ed. Anagrama.)
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